La lucha por el control territorial que desangra al Cauca
Por Tatiana Escárraga, para La Liga Contra el Silencio.
“No hay un solo día que no tengamos muertos”, dice Hermes Pete con la cabeza apoyada contra el vidrio de la ventana de la camioneta Toyota que lo transporta, fuertemente escoltado, por la carretera que conduce de Caloto al municipio de Toribío. Son las nueve de la mañana de un día luminoso de octubre y el verde de las montañas domina el paisaje. “Cada vez que pasamos por aquí ponemos en riesgo la vida; de esas lomas bajan los hombres armados que emboscan a nuestra gente y que la están matando”, dice Pete, Consejero Mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC).
Este departamento ha sido desde siempre un galimatías violento, un escenario donde se suceden las amenazas, los asesinatos, las masacres. Los conflictos en esta región se entrecruzan, se solapan, se amalgaman. Cada comunidad padece su cuota de muertos, llanto y dolor. Indígenas, afros y campesinos que se oponen a la presencia y al control de los actores armados resisten en medio de las balas y de la disputa por el territorio. Con la paradoja de que incluso entre ellos mismos hay tensiones por la tenencia de la tierra. Es este un remolino de aguas turbias donde muchos pescan.
La Liga recorrió varias zonas del Cauca dos veces en este año y habló con una treintena de fuentes para relatar este escenario donde el miedo impera y la mayoría calla condicionada por las dinámicas violentas.
Varias alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo a lo largo de 2018 y 2019 dan cuenta de la recomposición de estructuras disidentes de las Farc, de la incursión del Ejército Popular de Liberación (EPL), así como grupos “posdesmovilización” de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y del ELN. Estos ejércitos, a los que se suman Los Pelusos (disidencia del EPL) y hasta enviados del Cartel de Sinaloa para supervisar la producción de coca batallan por quedarse con el poder y controlar no solo a la población civil sino a las economías ilegales de la región.
Se sabía que iba a haber una sustitución de poderes en el Cauca. En los espacios que dejaron las Farc y que no llenó el gobierno comenzaron a brotar, como hongos, las disidencias que se negaron a acogerse al proceso de paz y que desde mucho antes habían decidido pasar de cobrar impuestos a los narcotraficantes a participar directamente en el negocio. Mientras, los habitantes del Cauca han ido pasando de un baño de sangre a otro. Como si fuera una maldición.
En el departamento históricamente hubo una fuerte presencia de la guerrilla de las Farc (aunque aquí estuvieron también el M-19, el Quintín Lame -una guerrilla de origen indígena-, y el ELN), que generó a su alrededor todo un modelo social y una cultura de violencia (asesinatos, amenazas y desplazamiento). Había un control territorial que sustituía al Estado. Todo el mundo cuenta aquí que los nombres y rostros de los comandantes eran conocidos, que las disputas de cualquier tipo se dirimían con ellos y que los pleitos a veces se solucionaban a tiros.
Después, la expansión paramilitar propició entre 1999 y 2004 la llegada del Bloque Calima, al mando de H. H. En el imaginario colectivo de esta zona, sobre todo en los 13 municipios del Norte del Cauca, recuerdan con espanto aquella crueldad extrema. Una mañana una lideresa del corregimiento de La Balsa, que prefirió no ser identificada, llevó a La Liga hasta un puente sobre el río Cauca que servía de escenario para todo tipo de atrocidades. “Aquí, en esta esquina, ponían a la gente de espalda, le disparaban a la cabeza y caían al agua, la corriente se los llevaba”, dijo y se quedó mirando el horizonte.
Varios entrevistados también recuerdan con horror bases paramilitares instaladas en colegios. Mujeres y niñas convertidas durante años en esclavas sexuales. Un puñado de niños a los que estigmatizan porque otros niños les gritan que son hijos de paramilitares. Abusos, atropellos y órdenes arbitrarias.
La paz que no llegó
Cauca votó mayoritariamente sí al plebiscito por la paz del 2 de octubre de 2016. Un 67,39 % frente a un 32,60 % del no. Había una apuesta decidida por apoyar el adiós a las armas, por respirar otros aires menos cargados de plomo; pero se desencadenaron situaciones que acabaron provocando un efecto contrario.
Después de los acuerdos de paz hubo una especie de receso entre 2016 y finales del 2018, año en el que la esperanza se desmoronó y saltaron todas las alarmas. Según el Observatorio de Drogas de Colombia, el Cauca pasó de 8.660 hectáreas de coca en 2015 a 17.117 en 2018. Un informe de la Dirección de Antinarcóticos de la Policía Nacional al que tuvo acceso La Liga revela que el área sembrada de marihuana prácticamente se triplicó en los últimos años. Pasó de 86 hectáreas en 2013 a 256 en 2019. Son cifras que no se entenderían sin el contexto social de la región, un departamento esencialmente rural –en más de un 60 %, según el Departamento Nacional de Planeación-, donde los indicadores hablan de miseria: estudios del DANE concluyen que el 50,5 % de la población es pobre, pues sus ingresos apenas se fijan en 213.930 pesos mensuales, unos 7.000 al día, algo así como 2 dólares, y donde el 22, 9 % sobrevive en la extrema pobreza con 108.859 pesos mensuales, 3.628 al día, poco más que un simple dólar.
La expectativa frente al PNIS (Plan Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos que surgió de los acuerdos de paz) y la posibilidad de encontrar otras fuentes de supervivencia y de que se viera a los cultivadores como víctimas de la industria del narcotráfico y no como sus auspiciadores fue tan grande, que muchos lugareños que nunca habían plantado ni marihuana ni coca comenzaron a hacerlo seducidos por la idea de que recibirían apoyo estatal, según explicó Henry Caballero, cercano al CRIC y uno de los principales expertos en la situación del Cauca. Mientras tanto en el territorio se iba produciendo el reacomodo de los actores armados al mismo tiempo que iban creciendo los cultivos.
A las disidencias de las Farc se les atribuyen las últimas masacres que han sacudido al Cauca y que han hecho que los ojos del país miren hacia esta región ensangrentada: el brutal asesinato, el 1 de septiembre, de Karina García, la candidata a la alcaldía de Suárez por el Partido Liberal, muerta junto a otras cinco personas (su madre, entre ellas) en el corregimiento de La Betulia; la masacre de Tacueyó del pasado 29 de octubre, en la que murieron cuatro guardias y la autoridad indígena Cristina Bautista Taquinás y el hallazgo, dos días después, de los cuerpos de cuatro topógrafos que presuntamente habrían sido torturados y después degollados en Corinto y otro cadáver con las mismas características en una vereda cercana.
El observatorio Red por la Vida y los Derechos Humanos del Cauca registró 531 homicidios entre el 1 de enero y el 30 de septiembre. Solo entre enero y junio habían sido 326 frente a los 275 del mismo periodo del año anterior, lo que supone un incremento de más del 18 %. Los municipios más afectados son Santander de Quilichao, Corinto, Argelia y Popayán. Esa organización igualmente registró hasta principios de noviembre 15 masacres. Además, según un informe del Programa Somos Defensores, hasta septiembre Cauca era el departamento donde ocurrían la mayoría de asesinatos contra defensores de derechos humanos: 23.
La violencia se exacerba en el norte, especialmente contra los indígenas. En las cuentas del CRIC iban 56 de ellos asesinados hasta el 4 de noviembre, más del doble que los 23 de todo 2018.
Cualquiera que porte los distintivos de la Guardia o de un Consejero es objetivo militar. La razón es que los miembros de este cuerpo de defensa han asumido la titánica, la suicida tarea de decomisar los cargamentos de marihuana que salen de sus resguardos y que al mismo tiempo son el sustento de miles de indígenas y campesinos. Eso, a la larga, ha generado divisiones y un malestar social que igualmente alimentan el conflicto. Hasta octubre, también según las cuentas del CRIC, los guardias habían incautado, a punta de bastón, su única arma, unas 14 toneladas de la hierba, lo que ha desatado la furia de los ejércitos de sicarios de todo pelambre que pululan en la región. La semana en la que La Liga recorrió la zona habían caído 250 kilos en Jambaló. Y tres semanas atrás, habían sido 800.
El terror en la rutina
Avanzamos junto a Hermes Pete hacia el encuentro de la marcha de la Guardia Indígena en Toribío. “A pesar de los asesinatos y de las amenazas no vamos a retroceder, seguiremos al frente y seguramente nos costará la vida, pero no es nuevo, hace mucho que venimos sufriendo este flagelo”, dice Pete. Unos minutos antes de entrar en la marea verde, roja, blanca y azul que es esta marcha festiva y a la vez fúnebre, Pete, de 36 años, contó que es hijo de padres analfabetas, que un día descubrió que sus abuelos habían sido líderes y, desde entonces, siendo apenas un adolescente asumió como suya esta lucha que lo ha llevado a ser un vocero varias veces amenazado e incluso atacado. No tiene miedo, dice, o le queda poco. Lo que lamenta es la zozobra de su familia, la congoja, el temor ante esa llamada que tal vez les dé una mala noticia. También lamenta, pero lo asume, que su hijo de doce años hubiera sido designado gobernador (una especie de Consejero Mayor) en su escuela y que hubiera declinado el nombramiento. “Es que a todos los gobernadores los están matando”, le dijo el niño.
Toribío recibe la manifestación de la Guardia Indígena envuelto en un ambiente bullicioso. La gente se asoma por las ventanas, los niños corretean en la plaza, hay música y un mercadillo con productos a los que los indígenas intentan dar salida fuera del departamento, pero sin éxito. Eso ocurre, por ejemplo, con la cerveza de coca. Pero también hay pomadas y artesanías varias que se venden a precios muy baratos. Parecería una típica postal de domingo de un pueblo cualquiera sino fuera porque aquí de lo que se trata es de acompañar a estos hombres, mujeres y niños contra los que se han cebado los violentos.
Unos meses atrás, en agosto, una chiva repleta de familias con menores fue atacada con explosivos de fabricación casera. Se dirigían a una feria de café, allí mismo, en Toribío. Fueron sorprendidos en medio de la carretera. Murieron dos guardias y otras cinco personas resultaron heridas, entre ellos un niño. Ese modus operandi de las estructuras criminales tiene desconcertadas a las comunidades. “Hemos analizado la forma de atacar, el lenguaje que utilizan en las amenazas y es igual a los tiempos más crudos del paramilitarismo. De hecho, nos acusan de lo mismo: de empobrecer a la región por oponernos al desarrollo. A lo que ellos llaman desarrollo”, dijo Jhoe Sauca, consejero de Derechos Humanos del CRIC.
A esa hipótesis se suma Ana Deida Secué, consejera de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN). Un día que La Liga la acompañó a una reunión con candidatos a la alcaldía de Caloto relató la angustia que la carcome cada vez que pasa por la carretera que va desde ese municipio a El Palo y desde ahí a Toribío. “Es tan horrible que nadie que no viva aquí se lo alcanza a imaginar”, señaló. No son ni quince minutos en carro lo que separa a Caloto del corregimiento de El Palo. En esa carretera Ana sobrevivió, de milagro, a un aguacero de balas que venían de las montañas y que casi acaba con un montón de civiles. “Nos levantaron a plomo. Esa gente está loca, ¡loca! Nos hirieron a una guardia de 16 años y yo no sé ni cómo estoy aquí para contarlo”. Ese y otros episodios se quedan, a menudo, en el limbo, pues el temor y la desconfianza hacen que los habitantes de esta región prefieran callar antes que denunciar ante cualquier organismo oficial. Las averiguaciones, por lo general, quedan en manos de la Guardia Indígena y de la Defensoría del Pueblo, que se encarga de emitir las llamadas alertas tempranas.
El miedo de Ana Deida Secué se hizo evidente durante un recorrido en carro entre Santander de Quilichao y Caloto. El conductor, que venía de Cali y que desconocía los retorcidos códigos que utiliza la violencia en este lugar, bajó la velocidad y casi se detuvo en una curva donde había una camioneta parada. Dos hombres estaban a un lado del carro y otros dos justo enfrente, en la calzada contraria. Ana dio un respingo y le pidió al chofer que acelerara. “No, no, no se detenga, no puede parar, no puede”, le soltó nerviosa.
Después, ya más calmada, explicó que en los tiempos de dominio casi total de la guerrilla de las Farc era capaz de encararse con los comandantes, que en medio de aquel absurdo incluso había cabida para establecer un diálogo con ellos. Algo que no ocurre ahora. Aquí, se dispara y, si acaso, después se pregunta. Los hombres armados que intentan imponer el terror son de gatillo fácil. Basta con que alguien les caiga mal para que abran fuego.
Eso demuestra por qué, entonces, el desasosiego se ha colado en las carreteras, en las calles, en las casas de un montón de municipios del departamento del Cauca. La sensación de estrés, de paranoia y de ansiedad es evidente en cada conversación, como comprobó este medio tras visitar la zona y hablar con una treintena de fuentes. Tanto, que después de algunos días recorriendo la región un trayecto relativamente corto entre Santander y Suárez se vuelve eterno. Por los días en los que La Liga recorrió la zona, justo antes de las elecciones locales del 27 de octubre, a las 2 de la tarde no transitaban carros por esa vía. Una carretera solitaria envuelta en una atmósfera tétrica donde resaltaban, como una mala broma, los carteles políticos que anunciaban la campaña de la candidata Karina García, sonriente en la foto, cuando habían pasado ya casi dos meses de su brutal asesinato.
Tierras y minería, los otros botines
“Es su manera de intimidarnos”, dijo un líder afro que prefirió mantener su nombre en reserva, al hablar de los carteles. ¿Quién los intimida? No respondió. Si en los resguardos los indígenas dan la vida por defender su territorio ante el avance feroz de los narcotraficantes, en los Consejos Comunitarios, donde se asienta la población afro, la pelea es principalmente contra la minería de oro legal e ilegal que está devastando sus ecosistemas y que amenaza con expulsarlos.
“Nuestra lucha radica en la oposición a la contaminación de los ríos con mercurio, con cianuro. Son economías y fuerzas que además no quieren la restitución de tierras”, afirmó Víctor Hugo Moreno, un joven líder que, junto a Francia Márquez, se ha erigido como una de las cabezas más visibles del movimiento negro en el norte del Cauca.
A él, a Francia y a más de una docena de dirigentes intentaron asesinarlos el pasado mayo en una finca de la vereda Lomitas de Santander de Quilichao. El atentado, cree Víctor Hugo, estaba cargado de simbolismos porque ese predio, antiguamente sembrado en caña de azúcar, tiene medidas cautelares del juez de restitución de tierras y porque esa zona era un fortín paramilitar donde ocurrieron las peores atrocidades.
De los 43 Consejos Comunitarios que hay en el Norte del Cauca cinco están hoy inmersos en demandas de restitución. En todo el departamento son 4.390 solicitudes presentadas entre 2011 y 2019 que abarcan 4.202 predios y a 3.449 personas, según consta en el registro de la Unidad de Restitución de Tierras. Varios informes evidencian que los principales responsables del despojo fueron los paramilitares. Según la asociación Forjando Futuros, los departamentos con mayores agresiones contra líderes sociales son también las zonas donde la restitución va ‘gota a gota’. En ese registro Cauca ocupa el tercer lugar, detrás de Antioquia y Norte de Santander.
Los líderes que consultó La Liga resaltaron también el hecho de que la concesión de títulos mineros para extraer oro coincide en el tiempo con la arremetida de las autodefensas. Y que muchos se otorgaron sin el trámite obligatorio de la consulta previa. “Pero lo más grave no fue ni siquiera la falta de consulta, sino que se dieron en momentos en que la gente estaba siendo afectada por el conflicto interno. No había ninguna posibilidad de decidir. Sus líderes estaban desplazados o amenazados. Es una coincidencia demasiado perversa”, señaló Carlos Rosero, cofundador del Proceso de Comunidades Negras en Colombia (PCN).
Los registros de la Agencia Nacional de Minería indican que en el departamento del Cauca hay 207 títulos mineros que suponen el 7,8 % del territorio. La Corporación Autónoma Regional del Cauca (CRC), que es la autoridad ambiental, ha concedido 107 licencias ambientales. De los títulos, 46 corresponden a proyectos de extracción de oro. Son 193.320 hectáreas (un 6,5 % del departamento del Cauca) repartidas por casi toda la región. Hasta ahora la CRC ha autorizado 18 licencias para extracción de oro, inscritas en las categorías de pequeña y mediana minería. Suárez, Buenos Aires y Santander de Quilichao son algunos de los municipios de más tradición en este renglón de la economía. Allí hay lo que se denomina la ‘minería ancestral’, una actividad que se hace en pequeños socavones y en los ríos a través de una técnica de extracción que data del siglo XVII y que, dicen los líderes afro, no supone mayor peligro para el ecosistema porque no se utiliza maquinaria pesada y el uso de agentes contaminantes como el mercurio es menor.
El problema, según José Nífer Díaz, un líder afro de Buenos Aires, es que desde hace unos años “por los cuatro puntos cardinales” del departamento han sufrido la incursión de mineros llegados de otras partes del país que se han ido asentando en la zona y han alterado por completo el paisaje. Literal y metafóricamente. A partir de la desmovilización de los paramilitares, a inicios de los 2.000, se incrementó su llegada. Varios líderes aseguran que algunos de los paramilitares que se acogieron al proceso de reincorporación a la vida civil se quedaron en estas tierras y se convirtieron en mineros legales e ilegales.
Lo peor, dijo José Nífer, ocurrió en el 2013. A las veredas llegaron grupos de personas que instalaron sus ranchos y que venían precedidos de esquemas de seguridad privados, fuertemente armados y con intención de establecer alianzas –a la fuerza-, con los mineros ancestrales.
“Le decían a nuestra gente que debían poner a producir las minas, que había que utilizar maquinaria y mercurio. Llegaron ofreciendo ayudas. Poco a poco se fueron metiendo y quitándoles las minas a los afros y los que antes eran propietarios ahora son asalariados”, contó Díaz.
La resistencia que han ofrecido las comunidades negras ante el avance de ese tipo de minería y de la extracción ilegal los ha puesto en la mira de los violentos. Nadie está a salvo. Ni con esquemas de seguridad y muchos menos sin ellos. Aquí la sensación unánime es que los territorios han sido usurpados y expropiados. En muchos pueblos y veredas las retroexcavadoras han ido devastando montañas, matando ríos, dejando huecos nauseabundos llenos de mercurio, zonas donde ya no crece nada, donde el suelo queda inservible y donde la tristeza se aloja para siempre.
José Nífer relató que “el desastre ecológico” ha sido tan grande, que los ríos Teta y Ovejas, que forman parte del mundo espiritual y las creencias ancestrales, que para ellos son el padre y la madre, están moribundos. En el río Teta ya no hay peces. Y en el Ovejas los niveles de contaminación han desterrado casi por completo los paseos familiares de los domingos; nadie quiere bañarse en esas aguas.
Las cifras de la Fiscalía indican que hasta el pasado junio en el Cauca se habían detectado 167 casos de minería ilegal: 15 por contaminación ambiental y 152 por explotación ilícita de yacimientos mineros y otros minerales. En el norte eran 62 los casos de yacimientos mineros explotados ilegalmente. La mayoría en Santander de Quilichao (32) y en Buenos Aires (11). La ruta que traza ese oro ilegal sigue siendo un misterio: ¿Cuánto sale de la región? ¿Quién lo compra? ¿Cómo lo legalizan? ¿Quiénes se lucran de ese negocio?
Con la extracción legal e ilegal de oro las posibilidades de destierro en el Cauca se agigantan. Como ocurre en La Toma, corregimiento de Suárez. En el 2010 un juzgado ordenó el desalojo de la población por cuenta de un título que había sido concedido oficialmente. Muchas disputas judiciales después La Toma sigue resistiendo y los títulos están suspendidos, pero no cancelados. Así que la amenaza continúa.
La crisis de seguridad y orden público aquí es tan brutal que incluso desde la CRC reconocen que hay territorios a donde no pueden llegar por cuenta de los actores armados. En los sitios donde la minería ilegal ha dejado desolación los técnicos poco pueden hacer porque tienen cerrado el paso. La situación empeora porque en estas zonas también hay cultivos de coca. Como ocurre en los resguardos indígenas, mucha gente, empujada por la miseria, se ve abocada a subsistir a través de esa economía. Eso atrae aún más a la minería ilegal que llega de otras regiones del país. En algunas veredas ya se restringe la movilidad. Hay fronteras invisibles, hay horarios para entrar y salir de la casa y hay patrullas de hombres armados que no se sabe muy bien de dónde vienen ni a quién representan. Lo que hay son rumores: que son disidencias, que son carteles, que son guerrilla, que son paramilitares.
Es el mismo panorama que se vive en la corona del macizo colombiano, hacia el sur, casi una decena de municipios del Cauca que forman parte de este sistema ecológico protegido, declarado reserva de la biósfera por la Unesco y de donde nacen los ríos Madgalena, Cauca, Putumayo, Patía y Caquetá. Si en las comunidades afro la vocación minera es histórica, en este lado del departamento (que abarca los municipios de La Sierra, Rosas, La Vega, Almaguer, Bolívar, Sucre, San Sebastián y Sotará) es mínima. Aquí se ha vivido siempre de la agricultura, por eso el rechazo a las prácticas extractivistas es casi total.
«Quieren convertirnos en un pueblo minero»
“Luchamos para que se reconozca a los campesinos como un grupo social vulnerable, que seamos sujetos de derechos, que se reconozcan las zonas de reserva campesina y que no se nos golpee ni aniquile”, dijo el profesor Óscar Salazar, uno de los líderes más destacados del Proceso Campesino y Popular del Municipio de la Vega. Salazar vive en Popayán porque desde hace meses las amenazas contra su vida se incrementaron y en agosto sufrió un atentado.
En La Vega se han concedido nueve títulos mineros, según la Agencia Nacional de Minería. Desde hace unos años, igual que en el norte del Cauca, se ha disparado también la presencia de patrullas de hombres armados. “Quieren convertir a La Vega en un municipio minero, la punta de lanza para romper esta zona”, afirma Salazar. El mismo accionar que en el resto del departamento se ha producido aquí: hombres que llegan con esquemas de seguridad, que convencen a los lugareños de buscar y explotar el oro, que se asientan y a punta de patrocinios, de ayudas que después salen caras van cambiando el paisaje, embriagados con el destello del metal.
Han sido los mismos campesinos los que han optado por la resistencia civil y los que se han dado a la tarea de desalojar a los mineros. “Es que aquí llegaba mucha gente aprovechándose de la necesidad de los agricultores. Ofrecían 30 o 40 mil pesos frente a los 10 mil de un jornal. Claro, muchos, por necesidad, sucumbían”, relató Arley Guzmán, un líder que vive en la vereda El Recreo, del corregimiento de Altamira. Por el camino que pasa delante de su casa hacen presencia hombres armados que no se identifican y las amenazas de todo tipo no se terminan.
Emigdio Erazo, otro líder campesino de La Vega insiste en que no se trata solo de la defensa del territorio de los estragos que deja la minería ilegal. También de la legal. El miedo es que esa voracidad acabe con las fuentes de agua y los recursos naturales. “En mi finca han querido hacer procesos de exploración. Algunas empresas incluso me ofrecieron trabajo. Cuando dije que no comenzaron a llegar amenazas. Que tenía que irme, que debía dejar trabajar a la minería…Pero de aquí no me sacan”, relató.
La Agencia Nacional de Minería responde que en el Cauca no hay proyectos de megaminería y que se están revisando los protocolos para garantizar que no se vulneren zonas de alto valor ecológico. Y anuncia una herramienta online que permitirá que cualquiera pueda conocer el catastro minero con absoluta precisión.
Por su parte, la respuesta del gobierno de Iván Duque ante la realidad del Cauca ha sido el anuncio de más ejército (aquí ya opera la Tercera División, que tiene varias brigadas y batallones así como la Fuerza de Tarea Apolo) y la ejecución de un paquete de medidas sociales y de obras de infraestructura. Pero la presencia de los soldados no tranquiliza a la población. Hechos como la muerte aún no esclarecida del joven campesino Flower Trompeta ocurrida a finales de octubre en zona rural de Corinto, donde presuntamente se vieron involucradas tropas de la Tercera División, no hacen más que acrecentar el recelo frente a los uniformados. La Liga pasó por varios puestos de control del ejército en las carreteras del departamento. Indígenas, afros y campesinos se quejan de que la presencia militar no ha disminuido ni los índices de violencia ni de tráfico de drogas. Ningún vocero del ejército respondió a la solicitud de una entrevista para responder a los reclamos de las comunidades.
“Preferimos una muerte digna en estos campos que vivir arrodillados en las ciudades mendigando lo que aquí tenemos en abundancia”, afirmó Mancer Muñoz un día que La Liga lo visitó en su finca de la vereda La Marquesa, en el corregimiento de San Miguel, en La Vega. Es el mismo sentimiento extendido de norte a sur, de este a oeste en el departamento del Cauca. A todas las comunidades de esta esquina del país las atraviesa la misma rabia, la misma impotencia y la misma sensación de orfandad. Y la misma pregunta sin respuesta: ¿A quién le conviene el caos del Cauca?
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