Grupos armados amenazan tierras indígenas en el sur de Venezuela
Por María Ramírez Cabello
Es viernes por la noche y en el centro de Ikabarú –una comunidad indígena del pueblo Pemón en el sur de la Amazonía venezolana–, la prédica de una pareja de pastores cristianos trae malos recuerdos a los habitantes locales. La escena, el bullicio y los cantos son similares a los de los días previos a la llamada masacre de Ikabarú, una operación armada que ocurrió hace tres años y en la que fueron asesinadas ocho personas.
El suceso ocurrió la noche del viernes 22 de noviembre de 2019 y evidenció la importancia del territorio indígena para los grupos criminales involucrados en la extracción ilegal de oro y que operan en la vasta área del sur de Venezuela y los países vecinos.
Un cóctel de actores –guerrilleros, mineros ilegales de oro y bandas criminales conocidas como “sindicatos” o “sistemas”– se han repartido el control de yacimientos mineros en el sur de Venezuela, en los estados de Amazonas, Bolívar y Delta Amacuro. Ellos financian sus operaciones con ingresos que obtienen de la extorsión y el tráfico de minerales, drogas y armas, y actúan prácticamente sin resistencia estatal en esta región biodiversa y escasamente poblada.
Ikabarú se ubica en el municipio de Gran Sabana, en una zona selvática, prácticamente rodeada por grupos armados que operan en el norte y este de la Amazonía venezolana, y por mineros ilegales de oro, conocidos como “garimpeiros”, presentes en el oeste de Brasil. Hay mucho en riesgo. Además de ser parte de la Amazonía, esa zona de la selva alimenta el río Caroní, el segundo más importante de Venezuela y principal fuente de generación de electricidad del país.
No es coincidencia que esta región minera sin ley se superponga a dos áreas protegidas ambientalmente (la Zona Protectora Sur del estado Bolívar y la Reserva Nacional Hidráulica), donde el río Ikabarú es estratégico como fuente de agua.
En el pueblo no hay necesidad de preguntar qué pasó el día de la masacre de Ikabarú. La historia surge espontáneamente, generalmente como explicación de la lentitud de los días, que pasan en silencio, con pocos visitantes y con el aire nostálgico de quienes han perdido algo valioso.
“Hubo gente que se fue. Hubo trauma. Ahora (ellos) están regresando”, cuenta un habitante que pidió no revelar su nombre, a pocos metros del lugar donde comenzó el tiroteo.
Esa noche, alrededor de las 7 p.m., una decena de hombres armados –encapuchados y vestidos de negro– dispararon contra un grupo de personas frente a un local comercial. Varios pobladores recuerdan que en ese momento les escucharon gritar: “Se te acabó el liderazgo, Cristóbal; esta es la banda de ‘El Ciego’”.
Cristóbal Ruiz Barrios, cuyo cuerpo apareció días después, no lejos de Ikabarú, era minero en un yacimiento conocido como La Caraota, y quienes lo buscaban pretendían reemplazarlo, como ha ocurrido con otros predios mineros, en los ricos yacimientos de oro y diamantes del sur de Venezuela.
‘El Ciego’, el presunto cerebro del plan, encabeza uno de al menos siete grupos criminales activos, que controlan zonas mineras en la selva venezolana, donde han operado con el conocimiento tácito de las fuerzas estatales durante más de una década.
Sin embargo, debido a lo peculiar del suceso, dirigentes locales –indígenas y no indígenas– atribuyeron la masacre a las fuerzas de seguridad del Estado. El objetivo, dicen, era justificar una mayor militarización del territorio pemón y el control absoluto de la riqueza minera.
Ese mismo año, un convoy del Ejército venezolano, que se dirigía a la frontera con Brasil, disparó contra la comunidad indígena Kumarakapay, mató a tres indígenas Pemón y dejó decenas de heridos, un enfrentamiento que propició una avanzada militar, en medio de una década de repliegues por el control entre guerrilleros, “garimpeiros” e incluso fuerzas militares que se reparten el territorio.
«Es parte de la estrategia del gobierno y eso alcanzó su clímax en 2019. Patrocinan estas bandas armadas y crean una situación para justificar la militarización», dice un líder indígena, que pidió no ser identificado por razones de seguridad. Los abusos de los militares y la invasión de territorios indígenas por parte de grupos armados se intensificaron hace aproximadamente una década, agrega.
En medio de esta convulsión, Ikabarú parece ser una isla, uno de los últimos lugares que no ha sido tomado. Aunque los días allí parecen transcurrir tranquilos, la amenaza de incursión de grupos criminales y nuevos actores que buscan una parte de la riqueza en oro y diamantes, sigue latente.
“Van ingresando a las comunidades poco a poco, como una invasión pacífica”, advierte un habitante de Ikabarú.
Aunque no existe una organización armada activa como en los otros distritos mineros del país, la zona es codiciada por los llamados “sindicatos” o “sistemas” que operan en los municipios vecinos. También está en la mira de “garimpeiros”, a solo 12 kilómetros (7,5 millas) al sur, en Brasil, donde invadieron las tierras ancestrales del pueblo Yanomami, con el apoyo de grupos criminales.
Un tercer grupo, que no es nuevo pero que ha ganado fuerza, también tiene sus ojos puestos en la región: los mineros guyaneses, que operan con enormes plataformas para remover el lecho de los ríos, en la cuenca alta del río Caroní.
Desde mediados de la década de 2000, grupos armados estatales y no estatales han estado compitiendo violentamente por el control de las zonas mineras en el sur de Venezuela. La mayor presión se ha concentrado en Bolívar, el estado más grande de la Amazonía venezolana, donde el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha reportado masacres, desapariciones y violaciones de derechos humanos.
La violencia y la expansión minera han alcanzado su punto máximo en los años de menor producción de petróleo, la principal fuente de ingresos de esta nación, que tiene las mayores reservas probadas de petróleo crudo del mundo. En 2016, el gobierno del presidente Nicolás Maduro creó el Arco Minero del Orinoco, con el argumento de “reordenar” la minería en el sur. Sin embargo, la minería ilegal se ha expandido rápidamente en el área, facilitada por grupos armados que ejercen autoridad criminal.
[También puedes conocer aquí esta y otras historias en el sitio del proyecto Amazon Underworld.]
ORO Y DIAMANTES, UN IMÁN PARA LOS MINEROS
Ikabarú se encuentra al final de un camino de tierra casiro intransitable, que se asemeja al cauce rocoso de un río que se ha secado. Está a unas ocho horas (unos 120 kilómetros o 74,5 millas) por carretera de Santa Elena de Uairén, la ciudad más grande de la zona, y a 12 kilómetros (7,5 millas) de la frontera con Brasil.
A lo largo de la orilla de la trocha, un visitante que se acerca a Ikabarú ve a indígenas con detectores de metales, esperando el sonido que los alertará de la presencia de metales preciosos. Uno de los nuevos negocios es alquilar uno de esos equipos por una décima parte de un gramo de oro por día. Los buscadores exploran entre innumerables montículos de tierra extraída de zonas mineras que ya fueron explotadas, principalmente en la década de los noventa, cuando el gobierno otorgaba concesiones mineras. Es literalmente un campo minado, donde las aguas que alguna vez fueron cristalinas, de arroyos como el Chaveru, ahora están fangosas por los sedimentos agitados por los mineros.
La minería es claramente el sustento principal aquí. En la comunidad, donde la población es principalmente no indígena, se mezclan carteles que anuncian la venta de dulces y pan con otros que ofrecen comprar oro y diamantes. También venden gasolina, gasoil (diésel) y generadores eléctricos. Durante el día no hay electricidad y el pueblo permanece en silencio. Innumerables casas parecen abandonadas o han sido puestas a la venta. De los 10 restaurantes activos antes de la masacre, solo queda uno.
El reconocimiento oficial del territorio del pueblo Pemón no ha impedido las incursiones de extranjeros armados. En 2016, los indígenas establecieron dos puntos de control en la vía a Ikabarú para supervisar el acceso. En 2017, la organización de derechos indígenas Kapé Kapé denunció que un grupo de 70 personas armadas “de diversas nacionalidades” había secuestrado durante cuatro días a los habitantes de Hacha Ken, otra comunidad pemón. Según el reporte, los armados tenían la intención de tomar el control de la extracción de oro allí, el mismo motivo que estuvo detrás de la masacre de Ikabarú en 2019.
Pero Ikabarú no ha sido tomada.
“De julio de 2016 a marzo de 2017 habían ingresado más de 8.000 mineros a Ikabarú, incluso caminando”, recuerda Lisa Henrito, capitana o líder de la comunidad indígena Maurak, también del pueblo Pemón. La situación en la mina Kimiyo en Hacha Ken obligó a la guardia territorial indígena a desalojar a 648 de esos mineros.
“En ese grupo detectamos a siete sujetos vinculados con ‘El Ciego’ de La Paragua. Ya estaban asomando la cabeza. Incluso, intentaron secuestrar a dos guardias territoriales”, dice. Fue un intento de apoderarse de esa isla del estado Bolívar.
“La intención detrás de esa masacre era apoderarse de las minas y traer a su gente, pero sabemos de dónde provienen estas intenciones, del propio gobierno. Esas son acciones descaradas”, dice Juan Gabriel González.
González es capitán general del Sector VII del pueblo Pemón, una de las ocho áreas geográficas en las que se organizan las comunidades indígenas de la Gran Sabana de Venezuela. Cada comunidad y cada sector tiene un líder que asume el rol de “capitán”.
Seis meses después de la masacre, miembros del grupo criminal lo contactaron. Alguien dijo que era ‘El Ciego’ y que quería hablar con González.
“Empezaron a escribirnos que querían meter gente para controlar las minas, pero lo rechazamos mediante un pronunciamiento con los consejos comunales”, dice el líder pemón. “No aceptaremos a esos elementos”.
Cuando los mineros comenzaron a inundar Ikabarú, el liderazgo indígena o capitanía tomó medidas más fuertes para controlar el acceso. Incluso ahora, cualquier persona que desee ingresar al área debe solicitar autorización a la capitanía general de Santa Elena de Uairén. Los viajeros que van a Ikabarú generalmente deben mostrar el permiso en tres puntos de control establecidos por la guardia territorial indígena, una estructura de seguridad interna creada en 2001 para resolver problemas al interior de la comunidad, pero que con el tiempo se convirtió en una forma de autodefensa contra la invasión de extraños. Los miembros del pueblo Pemón que participan, visten de negro y actúan como centinelas, pero no portan armas de fuego.
Ese control, sin embargo, no ha frenado las amenazas y la afluencia de mineros. En un informe de septiembre de 2022, la Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre Venezuela de la ONU señaló que “dada su posición estratégica y riqueza aurífera, los territorios indígenas en Gran Sabana y otros municipios colindantes han sido un foco de interés tanto para el Estado como para grupos criminales armados. La población indígena de estas zonas ha resistido estos intereses, lo cual ha dado lugar a conflictos y enfrentamientos violentos”.
MINEROS BRASILEÑOS CRUZAN LA FRONTERA
Los venezolanos no son los únicos que codician el territorio del pueblo Pemón. Brasil y Venezuela comparten una frontera de 2.199 kilómetros (1.366 millas). En el paso fronterizo que conecta la localidad venezolana de Santa Elena de Uairén con la brasileña de Pacaraima, decenas de miles de migrantes venezolanos han pasado por la carpas instaladas por la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR). Sin embargo, los cruces informales en otros lugares de la selva registran un flujo en la dirección contraria.
A Ikabarú se puede llegar por tierra, por aire y por trochas desde Brasil”, dice Luis Rodríguez, un minero venezolano de 33 años que llegó a probar suerte en las minas a orillas del río Ikabarú hace menos de un año, atraído por la reputada pureza del oro en estos yacimientos.
La presencia de brasileños en suelo venezolano no es inusual. Han participado en operaciones mineras aquí durante décadas.
“Los brasileños enseñaron a los indígenas venezolanos a sondear”, dijo un residente local, que no quiso ser identificado, refiriéndose a la técnica de prospección para analizar muestras del suelo y localizar depósitos minerales.
Pero la promesa del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva de poner fin a la minería ilegal en el territorio yanomami en ese país podría llevar a más mineros brasileños a cruzar la frontera, lo que representa una amenaza para los pueblos indígenas en Bolívar y en toda la Amazonía venezolana. La región ha sido testigo de la mayor violencia asociada con la minería ilegal, incluida la masacre de 1993 de Haximu (Venezuela), en la que 16 indígenas del pueblo Yanomami fueron brutalmente asesinados por mineros brasileños.
En las orillas de los ríos Ikabarú y Uaiparú, los equipos de movimiento de tierra retumban al fracturar la corteza terrestre para crear minas a cielo abierto. Estos poderosos equipos son propiedad de brasileños. Estos puntos están a más de dos horas en carro de Ikabarú por una carretera empedrada que hace que el acceso sea casi imposible. El camino conduce al puerto fluvial de Los Caribes. Desde allí, se puede llegar a los yacimientos ilegales en una embarcación a motor.
González, líder pemón, confirma que los brasileños llevan más de 30 años trabajando en la zona bajo las reglas de la capitanía indígena. Pero con el desalojo militar de Brasil han comenzado a ingresar a Ikabarú. Los mineros dicen que las rutas que utilizan incluyen antiguos senderos en Sierra Beleza o La Leoncia.
“Ellos han querido meterse a Ikabarú, pero los estamos rechazando”, dice González. “Han venido desplazados y desalojados, pero no permitimos que entren a nuestro territorio”.
Según González, los “garimpeiros” han intentado ingresar ofreciendo financiar equipos mineros para los habitantes. “Ya sabemos cuáles son los mecanismos que quieren usar para entrar a la zona. Hemos cerrado los permisos para entrar”, dice, y agrega: “Estamos montando vigilancia. Estamos alertas”.
“MISILES” EN EL RÍO IKABARÚ
A medida que los “garimpeiros” ponen cada vez más su atención en esta región de Venezuela, un signo concreto de su interés es la llegada de enormes balsas que transportan equipos de dragado, un fenómeno importado de Brasil.
Un recorrido por el río Ikabarú revela solo un par de minas activas a cielo abierto y más de una decena de yacimientos abandonados. En imágenes satelitales, estos campamentos mineros parecen estar activos. Pero personas familiarizadas con el área dicen que esas operaciones, donde la maquinaria de lavado de diamantes todavía se encuentra en la orilla del río, se paralizaron durante el Plan Caura, un operativo militar de 2010 destinado a erradicar la minería ilegal.
Sin embargo, la turbiedad del agua no es un signo alentador en un río sinuoso, flanqueado por espesos bosques, donde las guacamayas vuelan por el cielo.
En la orilla del río, un par de hombres montan enormes piezas de metal verde que llegaron unos días antes, transportadas en cinco camiones por el camino de tierra que conduce a Ikabarú y al puerto de Los Caribes. El paso del convoy, una mañana de mediados de febrero, no pasó desapercibido. Es habitual ver vehículos pesados cargados de alimentos y gasolina, pero las enormes plataformas eran el tema de conversación en el pueblo. Y no es lo único. Más allá del punto donde ensamblan la plataforma, otras tres balsas gigantes operan continuamente.
Conocidas como “misiles”, estas enormes dragas funcionan ilegalmente día y noche. Son tan anchos que, además de contener equipo pesado que remueve sedimentos en el cauce del río y lo aspira a través de tuberías que se conectan a un colador grande –donde se lavan el oro y los diamantes–, también tienen espacio para que de tres a cinco operadores se muevan fácilmente y tengan un área de descanso.
El primer “misil” más allá de la plataforma en construcción es operado por un grupo de mineros de Guyana, cuyo campamento está a pocos kilómetros de distancia.
“La capitanía tiene total conocimiento de estas balsas de guyaneses y brasileños. Ellos son los que tienen los equipos más grandes”, dice un indígena pemón de la comunidad de Playa Blanca, que pidió no ser identificado.
Finos afluentes de color ámbar del río Ikabarú se unen al río espeso y turbulento, evidenciando el daño ecológico en la vía fluvial, cuyas orillas albergan al menos una decena de comunidades indígenas. Tanto en las actividades mineras en tierra como en el agua se utiliza mercurio tóxico para amalgamar el oro, extrayendo las partículas de arena y sedimentos. El metal pesado, altamente volátil, luego regresa al aire, al suelo o al agua. En el agua se transforma en metilmercurio y se acumula en los tejidos de los peces, un efecto que se magnifica a medida que asciende por la cadena alimentaria.
“Sabemos que esto es ilegal y que estamos dañando el ambiente”, dice José G., miembro de un consejo comunal que se está creando en el puerto de Los Caribes, el punto de suministro de alimentos y otros artículos utilizados en las minas y en las balsas. Esta organización no indígena, amparada por la Ley de Consejos Comunales, es otro factor de conflictividad en el territorio. La capitanía indígena sostiene que la organización busca imponer su propia interpretación de la ley que creó los consejos comunales como instancias de participación para facilitar la implementación y supervisión de políticas públicas y proyectos de desarrollo comunitario.
Sin embargo, están de acuerdo en una cosa. Al igual que los indígenas, José G. justifica la presencia de las balsas, diciendo que su impacto ambiental es mínimo. Él y su equipo, dice, controlan la seguridad y el acceso a las minas. En ausencia del Estado han tomado la ley en sus propias manos, redactando improvisadas “actas de expulsión” para cualquier persona que ingrese a las minas “a portarse mal”, es decir, cometer abusos o causar violencia.
Tanto los mineros en tierra como los de las balsas extraen oro y diamantes. Según un estudio de 2021 de una revista del Ministerio de Ciencia y Tecnología, Ikabarú es el territorio del estado Bolívar con mayor potencial para la extracción de diamantes. Los autores escriben que la mayoría de los diamantes en Ikabarú tienen un alto valor debido a que son cristales de ocho caras con porcentajes de tallado –en referencia al número de facetas– superiores al 60 %, lo que les otorga un brillo característico.
Los mineros en Ikabarú hablan poco de la extracción de diamantes. Ramón S., un minero de 31 años que espera en el puerto de Los Caribes a que un barco lo lleve a la mina más cercana, saca un pequeño recipiente de plástico de su bolsillo y vacía en su mano diminutos diamantes perfectamente formados.
Entre 2004 y 2010, Venezuela registró una producción anual promedio de alrededor de 18.000 quilates de esta gema bajo el Proceso de Kimberley, un acuerdo voluntario en el cual 82 países establecen estándares mínimos para el suministro de diamantes libres de conflictos. Venezuela se retiró del acuerdo en 2008 porque era imposible monitorear el origen de las piedras, pero volvió al proceso en 2016.
En el 2020, Venezuela reportó una producción de 794 quilates en el portal del sistema internacional de certificación, pero la informalidad ha ganado terreno, la minería es ilegal y gran parte de la producción no se refleja en las estadísticas oficiales. Como parte de un acuerdo común, los países participantes se comprometen a implementar controles internos y publicar las cifras de su comercio anual de diamantes, así como a ser transparentes con los datos de producción y comercio. Venezuela no ha presentado informes para 2021 y 2022.
Pero aunque la minería es ilegal, la estatal Corporación Minera Venezolana (CVM) llegó a un acuerdo con algunas comunidades indígenas para suministrar materiales. Un bidón de combustible de 230 litros (60,7 galones) vendido por CVM, por ejemplo, cuesta 6,5 gramos de oro.
La fragilidad de la situación es evidente. Incluso a costa de su territorio, el pueblo Pemón, en este rincón de la selva, ha propuesto legalizar la minería para poder entregar oro al gobierno de Maduro, en un país fragmentado por la acción de grupos criminales. Quieren abrir la puerta a la minería legal.
“Ya no queremos escondernos o pagar ‘vacuna’ (extorsiones), sino lo debido”, dice González, el capitán general. Por ahora, los peligros potenciales que se verían exacerbados por el aumento de la minería no parecen preocuparle mucho.
“Este es nuestro territorio”, dice, “y lo vamos a mantener”.
Amazon Underworld es una investigación conjunta de InfoAmazonia (Brasil), Armando.Info (Venezuela) y La Liga Contra el Silencio (Colombia). El trabajo se realiza en colaboración con la Red de Investigaciones de la Selva Tropical del Pulitzer Center y está financiado por la Open Society Foundation y la Oficina de Asuntos Exteriores y del Commonwealth del Reino Unido.
Deprecated: ¡La función related_posts ha quedado obsoleta desde la versión 5.12.0! Usa yarpp_related en su lugar. in /var/www.virtualdomains/ligacontraelsilencio.com/public_html/wp-includes/functions.php on line 5381