Los hijos del glifosato

15/09/2021
La aspersión aérea con glifosato para erradicar cultivos de coca empezó en Guaviare en 1994 y terminó en 2015. Durante esta época aumentó la cantidad de bebés que nacieron con malformaciones y en condición de discapacidad en Calamar, uno de los cuatro municipios de este departamento. A las madres de estos bebés los médicos les decían que el glifosato probablemente era la causa de las enfermedades de sus hijos, pero ante la escasez de datos y estudios sobre este herbicida en la región, siguen sin certezas y cargando con las consecuencias.

Por: María Paula Murcia Huertas | Mutante

David Perdomo, Margarita Marín y Carlos “Muñeca” Perdomo en la puerta de su casa en Calamar. Foto: Víctor Galeano
David Perdomo, Margarita Marín y Carlos “Muñeca” Perdomo en la puerta de su casa en Calamar. Foto: Víctor Galeano

Margarita

Cuando Margarita Marín huyó de Calamar, no sabía que estaba embarazada. Era 2002 y la guerra entre el Ejército Nacional y las Farc-ep se había intensificado; en el casco urbano de este municipio del Guaviare empezaron a morir civiles por las bombas que, según ella, “ellos no sabían ni a dónde las lanzaban”.

Margarita se fue con su esposo, Carlos Perdomo —en el pueblo lo llaman ‘Muñeca’— y con su hijo Ángelo. Empacaron maletas junto a otras dos familias y se desplazaron hacia una finca a tres horas del casco urbano, bajando por el río Unilla. Aunque esa era una zona en donde había cultivos de coca, “allá no teníamos cultivos de nada, solamente fuimos a resguardarnos de que nos mataran”, cuenta Margarita. Por eso les desconcertó tanto cuando les fumigaron la finca con glifosato, un herbicida que el Estado colombiano ha utilizado para la erradicación forzada de cultivos de uso ilícito, entre ellos la coca.

Guaviare ha sido durante las últimas décadas uno de los departamentos con más hectáreas de este cultivo. Con 220.000 hectáreas cultivadas entre 1999 y 2020, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc por sus siglas en inglés), ocupa el cuarto lugar en el país después de Nariño, Putumayo y Norte de Santander.

“Yo estaba haciendo el desayuno, cuando pasó la avioneta. Esa aspersión a mí me cayó en el brazo. Desde la mano y la muñeca hasta donde tenía la manga de la camisa. Yo no me bañé, ellos (sus familiares, que también salieron cuando pasó la avioneta) sí se bañaron. Cuando me cogió como un brote. Y eso me picaba, yo me echaba cremas y nada, no me quitaba con nada”, recuerda.

Margarita cuenta que tenía que rascarse con un tenedor porque la piquiña era insoportable. Cuenta, también, que los efectos en su embarazo fueron devastadores, empezando por fuertes sangrados que durante varios meses le hicieron creer que seguía menstruando y, por consiguiente, que no estaba embarazada. Se adelgazó y su estado de ánimo desmejoró. Finalmente, el primero de febrero de 2003 nació David, con ayuda de Doña Blanca Bernal, la partera de Calamar. Le diagnosticaron síndrome de TAR —la trombocitopenia con ausencia de radios es una enfermedad rara que se caracteriza por causar malformaciones en las extremidades y problemas sanguíneos—. El primer médico que lo vio, a los 17 días de nacido, fue un genetista. “Su niño es deforme debido al glifosato”, le dijo el médico.

Foto del álbum familiar de los Perdomo Marín. Margarita alza a David bebé.
Foto del álbum familiar de los Perdomo Marín. Margarita alza a David bebé.

Pero recién nacido, a David no le hicieron exámenes toxicológicos que permitieran asociar su condición al contacto de Margarita con el químico. Ese mismo médico genetista no fue el único que pensó en una posible correlación entre los dos hechos.

Según el relato de esta mujer, en 2005 llegó a Calamar una brigada de médicos especialistas militares. “A David lo vieron muchos doctores”, dice, pero el dermatólogo manifestó un especial interés en su hijo. Margarita recuerda que se le acercó y le preguntó si era la mamá del niño y cómo se llamaba él.

Entonces él le pidió que le contara por qué el niño había nacido así, y ella le explicó sobre la aspersión con glifosato. “Mire”, le respondió el médico, “yo soy militar. Déjeme llevar una muestra de sangre del niño. Si sale de verdad positivo a las pruebas del glifosato, yo le prometo a usted meterle el niño en todos los programas sociales que tenga el gobierno”. Margarita le pidió que cuando tuviera los resultados, se los enviara. Y él le dijo que no: “Yo no puedo porque yo soy militar y eso sería incurrir en una falta al protocolo y a mi ética profesional”.

“Y se llevó tres muestras de sangre, se las sacaron en el hospital. Y usted no me lo va a creer pero David y Ángelo, mis dos hijos, aparecieron en todos los programas que el gobierno sacó en 2005. Él me los metió, porque yo digo que David tiene un problema por el glifosato”, concluye Margarita.

El humo de las avionetas

“El Embudo”, uno de los barrios de Calamar, visto desde el río Unilla. Foto: Víctor Galeano
“El Embudo”, uno de los barrios de Calamar, visto desde el río Unilla. Foto: Víctor Galeano

Guaviare hace parte de los seis departamentos que conforman la región amazónica colombiana. Es también uno de los que mayor cantidad de hectáreas de coca ha tenido en su territorio. Una de las estrategias de erradicación forzada de este cultivo, al menos desde 1994, ha sido la aspersión aérea con el herbicida glifosato —uno de los más usados a nivel mundial por su supuesta baja toxicidad en humanos, aunque algunos países ya han reconocido sus efectos nocivos y adelantan normas para prohibirlo—, que se aplica sobre las plantas, se pega a sus hojas y allí se une a una enzima para inhibir procesos biológicos de la planta que terminan por matarla.

En 1999 empezó el Plan Colombia, una estrategia conjunta de los gobiernos colombiano y estadounidense, liderados por Andrés Pastrana y Bill Clinton, que tenía entre sus objetivos avanzar en la guerra contra las drogas. Específicamente buscaba reducir la producción de cocaína en un 50% en un plazo de seis años.

Ese año, Guaviare tenía más de 28 mil hectáreas de esta planta, según datos de la Unodc, y ocupaba el segundo puesto a nivel nacional después de Putumayo. Merley Mina, oriundo de Guaviare y quien se ha dedicado al trabajo comunitario allí, cuenta que el respaldo del gobierno estadounidense a la guerra contra las drogas se empezó a ver en el aeropuerto de San José del Guaviare, la capital del departamento.

“Muy temprano los helicópteros empezaban a sonar. Cuando uno escuchaba esto ya sabía que había fumigación. Y al momento empezaban las avionetas”, explica Merley. Las avionetas asperjaban el herbicida. Los helicópteros las precedían porque debían identificar las zonas de cultivo. Según recuerda, al día podían salir cuatro o cinco avionetas con tubos que les adaptaban para montar los tanques de glifosato. “Una vez vi cómo era el proceso de fumigación. En una zona de cultivo bajaban, soltaban su químico y se elevaban. Podían bajar hasta una altura de 10 o 12 metros”, dice.

Desde ahí “la avioneta bota como una brisa y cae un humo”, recuerda Elsa Solano, a quien le fumigaron su casa en 1997. “Es un olor muy horrible que me impregnó la casa. Yo estaba embarazada y no tenía dónde meterme. Me encerré en la pieza pero eso no valía porque ese olor era impresionante. Hasta se me murió una mata de cebolla que tenía donde lavaba la loza”, recuerda.

La base antinarcóticos de San José del Guaviare queda al lado del aeropuerto. Desde la sala de abordaje se ven los hangares en los que mantenían las avionetas y la pista que utilizaban era la misma pista del aeropuerto. Pero ni siquiera Don Alfonso, que trabaja en el aeropuerto desde hace más o menos 40 años, recuerda a alguien que hubiera tenido contacto con el proceso de fumigación. Nadie de la zona trabajaba con esas avionetas. Mucho menos los pilotos: la mayoría eran gringos. Merley dice que el proceso de la fumigación era “hermético”, Alfonso, por su parte, que era “oculto”.

Blanca

Blanca Bernal en uno de los cuartos de su casa en donde a veces también atiende partos. Foto: Víctor Galeano
Blanca Bernal en uno de los cuartos de su casa en donde a veces también atiende partos. Foto: Víctor Galeano

“A mí me ha tocado comerme las duras y las maduras con esos partos. Ver nacer niños y verlos morir fue duro durante el apogeo de la coca, cuando llegó la fumigación. Niños que nacían sin cerebro, sin estómago, ciegos. Y luego verlos morir”, se lamenta Blanca Bernal.

Doña Blanca ha sido partera casi desde niña. La llaman ‘la mamá de Calamar’, porque ha visto nacer a casi todo el pueblo. Según sus cálculos, ha recibido más de 5.000 bebés. La época más dura, recuerda, fue la de la fumigación.

“De esos bebés de caso especial hubo cantidad”, recuerda. “Dice el adagio: hasta que no le dan a uno con el mismo rejo en la cola, no recapacita. Lo vine a reconocer cuando atendí el parto de mi propio nieto. Mi hija vivía en el campo y la avioneta les fumigó hasta el patio de la casa, porque tenían coca. Y ahí nació ese niño. Yo me acordaba cuando el médico me decía: ‘Esto es lo que pasa por el glifosato’”, dice Blanca.

Su nieto tiene “veintipucho” de años. Dice que nació amarillo, y ella pensó que era hepatitis. Pero el médico del hospital le dijo que no era eso. A pesar de los tratamientos, él es mudo; y aunque no tiene malformaciones “hay que lidiarlo como a un bebé”, dice la abuela.

Fabián Méndez, médico, doctor en epidemiología y uno de los autores de una revisión sistemática reciente de estudios científicos sobre los efectos del glifosato en la salud reproductiva, explica que cuando una madre está expuesta al glifosato, los efectos se pueden ver antes y después de la concepción, después del nacimiento e incluso pueden ser transgeneracionales. Es decir, se pueden llegar a ver hasta en los nietos de una mujer que ha estado expuesta.

La exposición no es solo haber inhalado o ingerido el químico, o que este haya entrado por la piel. “Cuando una mujer, durante el embarazo o antes de quedar en embarazo, consume agua, peces o plantas que pueden estar contaminadas con glifosato o sus derivados, también pueden venir los efectos”, explica Méndez.

La revisión sistemática, desarrollada por el Grupo de Epidemiología y Salud Poblacional de la Universidad del Valle y el Centro de Derechos Reproductivos, evaluó 79 artículos científicos que abordan los efectos del glifosato en la salud reproductiva. De estos, 19 fueron hechos en humanos, 44 en animales y 16 in vitro, y se agruparon bajo los efectos de exposición a este herbicida en siete categorías: fertilidad, aborto, efectos perinatales, defectos congénitos, cáncer, efectos transgeneracionales y otros.

Aunque existen informes que desestiman los riesgos de la aspersión aérea con glifosato, el reporte conjunto publicado por estas organizaciones explica que “los estudios analizados a partir de la revisión sistemática de la literatura muestran un predominio de estudios con hallazgos que demuestran los impactos negativos del glifosato en la salud reproductiva. Aunque estos resultados son principalmente fundamentados en estudios en animales e in vitro, mientras que las investigaciones en humanos siguen siendo controvertidas, estos hallazgos son evidencia fuerte para que bajo el principio de precaución se tomen decisiones que prevengan la exposición al glifosato de las mujeres en edad reproductiva, sus hijos y sus parejas”.

Un secreto a voces

Entre 1994 y 2015 en Guaviare fueron asperjadas más de 334.000 hectáreas, según el Observatorio de Drogas de Colombia. El 17,6 % del total nacional. Y solo en Calamar fueron alrededor de 41.000. Los efectos de estas aspersiones son un secreto a voces. Aunque nadie lo ha comprobado, todos lo sospechan.

Ángela y Michelle

Ángela Gil atiende la peluquería en su casa y cuida de Michelle mientras lo hace. Foto: Víctor Galeano
Ángela Gil atiende la peluquería en su casa y cuida de Michelle mientras lo hace. Foto: Víctor Galeano

Cuando Michelle Aldana nació nadie se dio cuenta de su enfermedad. Pero Ángela Gil, su mamá, sospechaba que algo le pasaba porque lloraba mucho, tenía la cabeza hinchada y los ojos se le empezaron a brotar. Solo tres meses después un médico la remitió de Calamar a San José del Guaviare, donde le diagnosticaron hidrocefalia. De ahí la mandaron para Villavicencio para drenar con un catéter el líquido cerebral. A Ángela le dijeron que la enfermedad de la niña podía ser un efecto de las fumigaciones que bañaban al Guaviare antes, durante y después del embarazo. Y aunque ella no estuvo directamente expuesta al herbicida, este sí pudo contaminar el agua y los alimentos que ella consumía. “Fue lo primero que dijo el doctor: ‘Usted vive en el campo, entonces, puede que sea eso’”. Hoy Michelle tiene 11 años y acompaña siempre a su mamá, que atiende un salón de belleza en Calamar, pues depende completamente de ella.

Aurora y María de los Ángeles

Aurora Ramírez vivió en Calamar los primeros meses de su embarazo. Constantemente visitaba también la finca, en la vereda La Gaitana, en la zona rural del municipio. “Fumigaban las coqueras [cultivos de coca], las plataneras, y nosotros comíamos de esos plátanos que habían fumigado”, cuenta. Faltando un mes para que María de los Ángeles —su hija— naciera, se fue para Yopal. Ahí le hicieron una ecografía y detectaron que la niña tenía hidrocefalia. Al nacer también presentó un tipo de espina bífida que se llama mielomeningocele: una malformación en los huesos de la columna que genera un hueco entre vértebras, por donde sale una especie de saco que sobresale de la espalda y deja expuestos nervios y tejidos. Esto le impide caminar.

Aurora Ramírez y su hija, María de los Ángeles, en la entrada de su casa en Calamar. Foto: Víctor Galeano
Aurora Ramírez y su hija, María de los Ángeles, en la entrada de su casa en Calamar. Foto: Víctor Galeano

Apenas nació la remitieron a Bogotá, donde la operaron de la espina bífida y le pusieron el catéter para drenar el líquido cerebral. “Los médicos le dicen muchas cosas a uno”, dice Aurora. “Lo primero es que eso fueron las fumigaciones”. Hoy María tiene 14 años, vive en Calamar con su mamá y cursa quinto grado. Al momento de esta entrevista estaba en proceso de hacerse una serie de exámenes para saber si llegará a caminar.

Deisy y Susana

Susana abraza a su mamá, Deisy, y a su muñeca favorita, mientras descansan en una hamaca en el patio de su casa. Foto: Víctor Galeano
Susana abraza a su mamá, Deisy, y a su muñeca favorita, mientras descansan en una hamaca en el patio de su casa. Foto: Víctor Galeano

Deisy Guevara dio a luz a su hija Susana en Villavicencio. Había pasado los primeros cinco meses de su embarazo en la finca de su hermano en La Argelia, una vereda de Calamar, cerca de varios cultivos de coca. Recuerda al menos dos fumigaciones mientras estuvo allí, antes de salir para el Meta. Veinte días después tuvieron que inducirle el parto. Tenía apenas 26 semanas y ya sabía, por los controles prenatales, que Susana iba a nacer con una discapacidad neuronal.

La niña pesó apenas un kilo y tuvo que estar en UCI durante un mes. Mientras estaba hospitalizada, la neuropediatra le preguntó a Deisy si había consumido alcohol o sustancias psicoactivas durante el embarazo. Deisy dijo que no y le contó que en los primeros meses de gestación estuvo en el Guaviare cerca de las fumigaciones. “La doctora me dijo que sí podía ser por eso. Que cualquier sustancia, cualquier veneno, cuando uno estaba en los primeros tres meses es nocivo”, cuenta.

Susana tiene retraso psicomotor, y hace dos años también le diagnosticaron epilepsia. Hoy tiene 12 años y a veces va al colegio en Calamar para no perder contacto con otros niños y otras niñas de su edad, pero no ha podido seguir el mismo proceso académico.

Elsa y Yuli

Elsa Solano fue la única de estas madres que se fue de Calamar para no volver. Cuando le fumigaron su casa en 1997 estaba embarazada de su hija Yuli Mancera. Vivía en la vereda Tierranegra, en la zona rural del municipio. “Nos fumigaron toda la comida, el arroz, la yuca, el plátano, el maíz y la caña. Nos dejaron sin qué comer. Todas las familias de la vereda nos quejamos ante la Personería y después nos hicieron ir a desistir. Nos intimidaron. Nos hicieron firmar unos documentos y como eso era zona roja (por la presencia de grupos armados ilegales), uno se mantenía asustado de unas personas y de las otras”. Elsa no recuerda quiénes les obligaron a desistir.

Yuli nació con un diagnóstico de síndrome cerebral agudo y toda su vida dependió completamente de Elsa. En esa época casi nadie hablaba del glifosato, pero Elsa recuerda a un terapeuta que vio a su hija una vez y le dijo que su condición podía ser consecuencia del herbicida. En 2011, para evitar que la salud de la niña se siguiera deteriorando, Elsa y su familia dejaron el municipio porque el calor la hacía convulsionar. Tuvieron que vender su finca muy barata y se fueron a vivir a Cundinamarca.

La hermana mayor de Yuli, Liliana, vivía en una vereda cercana: Diamante 2. En 1999 quedó embarazada, justo cuando iniciaban las fumigaciones del Plan Colombia. Su hijo, Jefferson Sanabria, nació en el año 2000 con parálisis cerebral y microcefalia. Liliana y su familia también abandonaron el municipio. Hace cuatro años Yuli murió. Los médicos le dijeron a Elsa que fue a causa de la misma discapacidad. Todos los 20 años que tuve a mi bebé me tocó tenerla alzada en los brazos, siempre sufriendo con ella”, recuerda.

Elsa es la única de estas madres que ha hecho algún tipo de reclamación legal por las fumigaciones y sus consecuencias, pero como la obligaron a desistir, lo único que les queda a estas mujeres es aceptar el ofrecimiento de los médicos: entender al glifosato apenas como la posible causa de las enfermedades de sus hijas y de sus hijos. La única forma en que la sospecha pasaría a certeza sería un estudio científico sobre los efectos del herbicida en esta población, pero, como explica Fabián Méndez, el doctor en epidemiología, “hacer investigación sobre glifosato en humanos es complicado, pero hacerla sobre glifosato para cultivos de uso ilícito en humanos pues más difícil aún”.

Ni siquiera hay datos confiables sobre la cantidad de casos de discapacidad que permitieran tener una base sobre la cual hacer estudios. Según Faber Márquez, subgerente del hospital de Calamar, es imposible saber a ciencia cierta cuántos niños, niñas, adolescentes y jóvenes nacidos entre 1994 y 2015 —periodo en el que estuvo activa la aspersión aérea con glifosato—, están en condición de discapacidad en el municipio. Esto sucede porque muchos de ellos no nacen en el hospital, sino en sus casas. Cuando los llevan por algún motivo al hospital, el personal que los atiende solo registra la causa específica de la consulta, que en muchos casos no proviene de su discapacidad. Faber recomendó consultar con la Secretaría de Salud departamental sobre los datos que allí se tengan registrados. Hasta el cierre de este reportaje, la entidad no había respondido el derecho de petición enviado por Mutante.

Marcela Vera, coordinadora de la base de Médicos del Mundo en San José del Guaviare, complementa la explicación sobre la falta de datos: “Si bien en las zonas rurales se encuentra la infraestructura de un puesto de salud, no hay personal para realizar una atención mínima, ni tampoco la posibilidad de sacar una persona que requiere una atención de mayor nivel. Las personas generan mecanismos de resiliencia con cositas caseras para curarse. Ahí está la baja data de enfermedades que hay en la zona”, explica. Tan solo en una semana que duró el proceso de reportería en Calamar para este trabajo, Mutante identificó 11 posibles casos en el municipio, que tiene 8.648 habitantes.

David

El 29 de mayo de 2015 el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE) ordenó suspender las aspersiones aéreas con glifosato para la erradicación de cultivos de uso ilícito, después de que el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer, de la Organización Mundial de la Salud, clasificara al herbicida como probablemente cancerígeno para seres humanos. El Centro además manifestó que existe evidencia fuerte de la genotoxicidad del glifosato. Esto significa que, además, tiene potencial de generar daño cromosómico o al ADN.

En su resolución, el CNE determina que “el PECIG (Programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos mediante aspersión aérea con el herbicida Glifosato) no supera el examen constitucional de proporcionalidad y no puede imponerse por encima de los derechos a la salud, a la vida digna y al medio ambiente sano de todas las personas”. En 2017 la Corte Constitucional reafirmó esta decisión al impedir la reanudación del programa hasta que se cumplan seis condiciones encaminadas a disminuir el riesgo de la aspersión.

¿Qué pasaría si se retoman las aspersiones? ‘Muñeca’, papá de David Perdomo, respondió: “Pueden acabar hasta la última hectárea, pero el campesino se va a meter más para volver a tumbar selva y volver a sembrar”. David, que hoy tiene 18 años, es becario de Generación E —un programa del gobierno que promueve el acceso de los mejores bachilleres a la educación superior— y estudia Ingeniería de Sistemas en modalidad virtual desde Calamar, complementó la respuesta de su papá: “Mientras haya demanda, habrá oferta”.

El Radar verde claro

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