Con balas y a la brava: el Estado contra los cocaleros
Por Mutante, Baudó AP y La Liga Contra el Silencio
Alejandro estaba en su hamaca cuando le entró una bala por la espalda. El impacto lo lanzó a los brazos de Daniel, su hermano, quien conversaba con él sentado en el suelo. “¡Jodieron a Alejandro! ¡Jodieron a Alejandro!”, alcanzó a gritar Daniel antes de que su hermano, de 22 años, dejara de respirar. No dijo nada. La bala le perforó el corazón y murió al instante.
El disparo, que se escuchó en toda la vereda, anunció una tragedia confirmada por los gritos de al menos 15 campesinos instalados en la ladera de la montaña, a unos cincuenta metros del cultivo de coca que buscaban proteger. “¡Asesinos!”, les gritaron a los más de 200 erradicadores y militares apostados en un potrero a unos 300 metros de distancia.
Un grupo de soldados buscó acercarse al cuerpo, pero los campesinos lo impidieron. “¡Mataron al chino!”, “¡Eso fue planeado!”, “¡Nos van a tener que matar a todos!”, repetían una y otra vez, mientras Teófilo Carvajal, el padre del joven, abrazaba en silencio el cuerpo de su hijo menor.
Tropas agregadas de Valledupar habían llegado la última semana de marzo de 2020 a la vereda Santa Teresita, municipio de Sardinata, en el Catatumbo (Norte de Santander), para erradicar arbustos, dirigidas por la Segunda División del Ejército, con sede en Cúcuta. En tres años, las hectáreas cultivadas con coca habían aumentado en un 69,4 %, convirtiendo al municipio en el quinto del país con más sembradíos, según cifras oficiales.
Paradójicamente, en 2017 se puso en marcha en Sardinata el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), mecanismo central del punto cuatro de los Acuerdos de La Habana, firmados entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc para “solucionar el problema de las drogas ilícitas”.
Para muchos campesinos el PNIS fue un trozo de esperanza, pero para la familia de Alejandro Carvajal no significó nada. Mientras en las ciudades y los cascos urbanos de los municipios se socializaron y debatieron los componentes del programa, en la vereda Guayacanes del corregimiento de El Carmen en Sardinata, los campesinos no supieron mayor cosa. El PNIS nunca llegó a su vereda –los vecinos ni siquiera reconocen la sigla–; como tampoco llegó a las fincas de la mayor parte de las primeras familias que esperaban acogerse al programa en el municipio.
Visto desde una perspectiva panorámica, solo una pequeña fracción de las familias cultivadoras de Sardinata se ha beneficiado de la sustitución. Tras el vertiginoso aumento de los cultivos, para el resto solo ha habido erradicación forzada y, en algunos casos, represión.
El fracaso de la sustitución
Alejandro Carvajal nació en la vereda Guayacanes en 1997. Allí vivió con su mamá, su papá, cuatro hermanos y dos hermanas en una finca cafetera, como muchas de ese sector. Estudió la primaria en la escuela de la vereda, pero, cuando llegó a quinto grado, dejó los estudios y empezó a trabajar. Con el café se compró dos novillas y a los 16 años vendió una para irse a una finca cercana con Alejandrina, su novia. Con ella tuvo a Jesús David, un niño rubio que hoy tiene cinco años y heredó de su padre el gusto por el fútbol.
Juntos cultivaron caña y cacao. No alcanzaron a vivir del café, pues la broca –una plaga– llegó hace doce años a Sardinata y carcomió los granos de los cultivos. Por esa misma época llegó la coca, y de a poco los campesinos le abrieron espacio en sus fincas. “Él me decía que tocaba con eso mientras ahorraba para tener algo distinto, y que ya después se salía de esa mata”, contó Alejandrina. Para ellos y sus vecinos, como para campesinos en otras regiones, la coca fue la posibilidad de obtener ingresos en medio de la escasez de vías y los bajos precios de los alimentos.
Para llegar a Sardinata desde Guayacanes, es necesario bajar unas tres horas la montaña y luego conseguir un transporte en la carretera hacia el casco urbano. Transportar una carga de yuca cuesta 55.000 pesos colombianos, y por un bulto cualquier campesino recibe 30.000 o 40.000 pesos en el mercado municipal. Por un kilo de coca procesada recibe 2,5 millones de pesos; de ahí le queda un millón, porque el resto se va en mantenimiento del cultivo y pago del personal.
Para 2017 se estimaban 3.847 hectáreas de coca cultivadas en Sardinata, según el documento del Acuerdo Colectivo firmado ese mismo año como parte del PNIS. Este acuerdo esperaba vincular al menos 1.500 familias, con el compromiso de arrancar sus cultivos a cambio de 36 millones de pesos para comprar alimentos y desarrollar proyectos productivos con asistencia técnica. Pero solo el 25 % de ellas ingresó al programa: 302 familias.
Los cultivadores de coca en Sardinata quedaron divididos: una minoría que logró entrar al programa; una gran mayoría que quedó por fuera luego de un proceso de caracterización a cargo de la Consejería Presidencial para la Estabilización y la Consolidación; y el resto de campesinos, incluida la familia de Alejandro y sus vecinos, que por diversas razones nunca se acogieron al programa.
¿Qué pasó con las 1.198 familias de Sardinata que el acuerdo colectivo original buscaba vincular y quedaron excluidas? Las versiones son contradictorias. Hernando Londoño, cabeza de la Dirección de Sustitución de Cultivos Ilícitos; y Juan David Pacheco, coordinador del PNIS en Norte de Santander, coinciden en que los campesinos nunca cumplieron la cita establecida para la suscripción de los acuerdos individuales, el paso necesario después del acuerdo colectivo. “Era voluntario; quien no quiso, no se inscribió. Desconozco por qué la gente no quiso en su momento”, dice Pacheco.
Pero la versión de las organizaciones campesinas en la zona es otra. Juan Carlos Quintero, coordinador general de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat), aseguró que la acción del gobierno fue deficiente. Primero, no realizó pedagogía y las organizaciones tuvieron que asumir esa tarea. “El gobierno no cumplió con el paso siguiente a la firma del acuerdo colectivo, porque únicamente suscribió acuerdos individuales en un solo corregimiento”, dijo Quintero.
Esta última versión es avalada por Juan Gabriel Peñaranda, personero de Sardinata. “Durante el gobierno pasado se lograron suscribir acuerdos solamente en el corregimiento de San Martín de Loba, pero cuando llegó el gobierno actual se detuvo este proceso”, contó.
Hernando Londoño, director del PNIS, lo reconoce. Aseguró que para agosto de 2018, cuando se posesionó Iván Duque, el Ejecutivo había suscrito acuerdos individuales con poco más de 99.000 familias en todo el país. Los compromisos adquiridos con ellas ascendían a 3,6 billones de pesos —el equivalente al 20 % del presupuesto anual del Ministerio de Defensa—. “El gobierno responsablemente determinó no vincular más familias en acuerdos individuales y se comprometió a buscar recursos para cumplirles, pues en el marco de gasto no había ni un peso”, dijo Londoño.
Según cálculos estimados a partir de los informes ‘Avanza la Sustitución con Legalidad’ presentados por la Consejería Presidencial para la Estabilización y Consolidación, 89.000 familias que se acogieron a los acuerdos colectivos firmados por el gobierno Santos se quedaron fuera del PNIS. A estas se suman decenas de miles de cultivadores que nunca se acogieron al programa: algunos por desconfianza, defraudados por las promesas incumplidas de iniciativas anteriores; otros, presionados por grupos armados ilegales; otros más porque comenzaron a sembrar luego de lanzado el programa; y muchos otros, como los campesinos de la vereda Guayacanes, porque la información nunca llegó. Además, existe otro grupo que no se acogió porque reivindica sus propias formas de dialogar, no necesariamente a través de las Farc o del Acuerdo de Paz, según contó Estefanía Ciro, investigadora del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana “A la Orilla Del Río”, quien ha trabajado con comunidades cocaleras en esa región.
En el caso de Sardinata, la suma de todo lo anterior arroja un resultado lúgubre para el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos: en 2017, el municipio tenía 3.847 hectáreas de coca y terminó 2020 con 6.516 (un aumento del 69,4 %), cifra preocupante si se tiene en cuenta que en el mismo periodo de tiempo sustituyó 55 hectáreas y erradicó forzosamente 3.869 —el 74 % de estas hectáreas fueron erradicadas en 2020, durante la pandemia—. En otras palabras, el gobierno se encontró con un programa de sustitución desfinanciado y lo frenó, y para hacerle frente al aumento de los cultivos, priorizó la erradicación a manos de las fuerzas militares.
Por resistir a uno de esos operativos falleció Alejandro Carvajal.
Erradicación, asentamientos y choques
Alejandro Carvajal murió el 26 de marzo de 2020, empeñado en defender un cultivo de coca de un cuarto de hectárea que había sembrado su vecino, Ramiro Lizcano, un anciano enfermo, que hace unos dos años comenzó a cultivar y aún hoy tiene la misma área sembrada.
“Si no estábamos presentes, arrancaban todo lo que veían”, contó Teófilo Carvajal, quien llegó ese día con su hijo a la zona, convencido de que sin la coca nadie en la región tiene con qué subsistir.
El día en que llegaron los militares a Santa Teresita, los vecinos de Guayacanes y las veredas cercanas corrieron la voz de que las erradicaciones iban a comenzar. Más de cien campesinos se organizaron en cuatro grupos, en la misma montaña donde tenían una panorámica del cultivo de Lizcano y del ejército. Durante tres días vigilaron que los soldados no se acercaran al cocal.
Los asentamientos campesinos se han convertido en la principal figura de movilización de los cultivadores de coca para hacerle frente a los operativos de erradicación forzada. Se trata de una figura de autoprotección comunitaria en la cual se organizan por comisiones para vigilar los cultivos y evitar que la fuerza pública se acerque. Esto implica estar día y noche en cada punto, por un tiempo que se ha extendido hasta tres meses en algunos lugares del país.
Este mecanismo de protesta ha sido implementado por cultivadores en toda Colombia, aunque no siempre recibe atención de los medios. Una revisión de archivos de prensa de 2020 arrojó que el año pasado ocurrieron al menos 20 asentamientos cocaleros en Guaviare, Meta, Nariño, Cauca, Putumayo, Caquetá, Antioquia, Córdoba y Norte de Santander. En este último departamento solo se identificaron tres eventos, mientras que las organizaciones de la región reportan 15.
Estefanía Ciro sostuvo que los campesinos cocaleros han encabezado movilizaciones desde los años noventa para reivindicar su lugar como un actor político. Sin embargo, estos asentamientos son más espontáneos y se han implementado, sobre todo, tras la firma del Acuerdo de Paz. Para Ciro, este escenario genera una “confrontación sumamente asimétrica que es la del actor armado con campesinos que no están armados”.
Varios de estos encuentros entre campesinos y fuerza pública han terminado con violencia. El Observatorio de Tierras, una red de investigadores de tres universidades —Nacional, Javeriana y Rosario— que ha monitoreado estos altercados durante los últimos cuatro años, aseguró que entre noviembre de 2016 y febrero de 2021 han ocurrido 129 “incidentes” o escenarios de confrontación durante las erradicaciones forzadas; 66% de ellos en el último año. Uno de esos episodios ocurrió en julio pasado, cuando la Fuerza de Tarea Conjunta Omega llegó a la región del río Guayabero, como lo contamos en esta historia.
A la muerte de Alejandro se suman ocho campesinos más que han sido asesinados entre 2020 y 2021 en medio de estas acciones contra la erradicación forzada, presuntamente a manos de la fuerza pública, según coinciden los monitoreos del Observatorio de Tierras y de la Coordinadora Nacional de Cultivadores y Cultivadoras de Coca Amapola y Marihuana (Coccam).
Uno de ellos fue Digno Emérito Buendía, un campesino que acampaba el 28 de mayo en un asentamiento en la vereda Totumito del corregimiento Banco de Arena, en la zona rural de Cúcuta. Allí los campesinos no alcanzaron a inscribirse al PNIS, pero manifestaban su voluntad de sustituir a través de este programa. Digno Emérito murió luego de recibir dos disparos de los soldados que iban a erradicar.
En ambos casos actuaron tropas bajo la dirección de la Segunda División del Ejército, a cargo del brigadier general Marcos Evangelista Pinto, asunto que le ha implicado el cuestionamiento nacional. Un informe publicado en El Espectador en agosto de 2020 aseguró que, además de Alejandro y Digno Emérito, otros dos civiles murieron el año pasado en Norte de Santander a manos de militares de la Segunda División. Al general Pinto lo investiga la Fiscalía por su supuesta responsabilidad en 42 ejecuciones extrajudiciales, razón por la cual su rostro fue incluido en el famoso mural con la inscripción “Quién dio la orden”.
En entrevista con Mutante, el general Pinto reveló que la versión de Jhon Edier Arbeláez Santos, soldado implicado en el asesinato de Alejandro Carvajal, es que el disparo fue accidental, y que su despacho solicitó el acompañamiento de la Fiscalía tan pronto supo de los hechos. “Nosotros salimos en los medios y apoyamos a las autoridades. Les corresponde a ellos determinar qué fue lo que pasó”, dijo. Sobre la muerte de Digno Emérito Buendía, dijo que la situación es diferente. “Hubo un intercambio de disparos, y resultó una persona muerta”, afirmó.
Para Gustavo Quintero, apoderado de las familias Carvajal y Buendía, estos hechos revelan un patrón “una línea sucesiva casi que entre dos meses el uno del otro. Por eso tememos que se repitan estos sucesos, ante los anuncios de las erradicaciones forzadas y las aspersiones aéreas”, dijo.
Teófilo Carvajal recostado en el tronco donde su hijo colgó la hamaca en la que estaba cuando le dispararon. Su vista se dirige hacia donde estaban los soldados que habían llegado a erradicar. María Jesús Carvajal, tía de Alejandro y reconocida lideresa de la Asociación Campesina del Catatumbo, caminó un año después hacia el lugar en donde fue asesinado su sobrino. Fotos de Alejandro Carvajal con su esposa María Alejandrina Uribe y su hijo Jesús David. Hermanos y padre de Alejandro. De izquierda a derecha: Eliécer, Daniel, Félix y Teófilo Carvajal.
Esta preocupación se hace más latente debido a la criminalización a la que están sujetos los campesinos cultivadores de coca y que se agudizan aún más cuando habitan territorios en los que confluyen diversos actores armados. En Sardinata, por ejemplo, hacen presencia el Ejército Popular de Liberación (EPL), Ejército de Liberación Nacional (ELN), las disidencias de las Farc y el Ejército. Además, de las consecuencias en términos de seguridad, su presencia ha dado pie para que se establezca una relación directa entre campesinos y actores armados. De hecho, el mismo Pinto aseguró en la entrevista que “hay gente que protesta y gente que la obligan a protestar”.
El soldado profesional investigado por la muerte de Alejandro sigue activo en la Primera División del Ejército en Valledupar. Fuentes cercanas al proceso aseguraron que la institución insiste en que el caso cumple con los dos requisitos para que sea conocido por la justicia penal militar. Argumentaron que la persona implicada es un miembro activo de la institución, y que se trató de un acto propio del servicio debido a que los soldados tenían una orden de operaciones.
La Fiscalía, por su lado, argumentó que el caso de Alejandro debe ser juzgado por la justicia ordinaria. Asegura que se trata de un asesinato contra un civil desarmado; es decir, que no jugaba ningún papel en el marco del conflico, y que además se estaba movilizando en contra de las erradicaciones, según la oficina del fiscal 199 Especializado en Derechos Humanos, a cargo del caso. Los magistrados de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura tienen hoy en sus manos la decisión sobre el proceso.
¿Cuántas veces la misma historia?
En las veredas de Sardinata, los campesinos siguen en alerta. El Ejército continúa con la erradicación y se espera que la Policía inicie operativos de fumigación terrestre. Mientras tanto, en Bogotá el ministro de Defensa Diego Molano se esfuerza por reanudar la aspersión aérea con glifosato.
Las organizaciones de la zona tienen claro que mientras continúen estas acciones, seguirán los asentamientos en defensa de los cultivos, con el riesgo de que se repita la violencia y más campesinos como Alejandro Carvajal terminen muertos.
Entre tanto, nada se escucha en esta zona sobre la sustitución de cultivos. Bertha Prado, habitante de la vereda El Rodeo, contó que cuando se lanzó el PNIS en 2017, firmó un documento donde manifestaba su voluntad de erradicar sus cocales a cambio de los beneficios del programa. “(Los funcionarios del gobierno) nos dijeron que luego iban a volver para concretar la inscripción, pero nos quedamos esperando y no volvieron más”, contó.
Bertha narra esta historia en marzo de 2021, mientras un grupo de vecinos acampa día y noche junto a varios cortes de coca para evitar que el ejército los arranque. Los operativos regresaron en febrero de este año, y aunque su objetivo es erradicar, los campesinos no han permitido que los militares se acerquen.
En la vereda donde fue asesinado Alejandro la gente sigue cultivando coca. Sentado en un palo sobre la ladera donde murió su hijo, Teófilo Carvajal mira hacia el filo donde estuvieron los militares y su mirada se pierde. “Es devastador”, dice, y se queda en silencio.
A ese lugar ya no llega nadie. Ni los mandatarios, ni el fiscal, ni el PNIS. Y cada vez menos los campesinos que saben lo que pasó. El lugar permanece solo. Parado junto a su padre, Daniel Carvajal termina de contar la historia de su hermano. “Acá lo único que llegó del gobierno fue el ejército, y llegó a acabar con la comida de la gente. Vinieron, mataron al muchacho, se fueron y no volvieron. También nos olvidaron”, cuenta con dolor.
*Este reportaje, serie fotográfica y corto documental fueron producidos gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo, la National Endowment for Democracy (NED) y La Liga Contra el Silencio.
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