Disidentes de las FARC alcanzan y controlan el extremo este de Venezuela

Por Armando.info y Amazon Underworld**
En el extremo este de Venezuela, en la ruta fluvial a la desembocadura del Orinoco, se mueven decenas de hombres —uniformados y armados— identificados por la comunidad como disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Transitan libres y controlan el tráfico de drogas, mercancías y pasajeros por el río. Como en la época de la colonización, han escogido una comunidad como punto estratégico: Santa Catalina, un poblado misional fundado en el siglo XVIII, capital de la parroquia Rómulo Gallegos, municipio Casacoima, del estado Delta Amacuro.

Son los últimos días de febrero y llueve a cántaros. Pedro Fernández*, un pescador de 53 años, dice que las cabañuelas —un método ancestral para predecir el clima de los 12 meses del año, extendido por la América hispana— se están cumpliendo.
El hombre no ha salido a pescar en el enorme río Orinoco, el más caudaloso de Venezuela y el cuarto del mundo. La lluvia mantiene en sus casas a Pedro y a los más de 1 500 habitantes del pequeño poblado de Santa Catalina, que se levanta en la ondulada ruta del llamado “río Padre” a la desembocadura del Delta del Orinoco, que conecta con el océano Atlántico.
Pero Pedro no quiere que cese la lluvia. No por el bien que puede hacer a las tierras endurecidas por la sequía o al ganado dispuesto en la isla Tórtola frente a la comunidad, sino porque piensa que quizás el chaparrón, a veces llovizna, “disipe las malas energías” y calme un poco a un pueblo que en los últimos años se ha tornado cada vez más convulso.

Una prosperidad desconocida
Hasta hace unas décadas, Santa Catalina sumaba puntos para ser un paraíso. No solo por su ubicación privilegiada en la orilla del Orinoco, su espectacular biodiversidad amazónica y su riqueza cultural. En el pasado, quienes recorrieron los territorios más remotos del sur venezolano advirtieron sus potencialidades económicas: cuando en 1884 se creó el Territorio Federal Delta; Santa Catalina fue uno de los centros operativos de la Compañía Manoa, con sede en Nueva York, que buscaba explotar las riquezas del sector.
James E. York, gerente de la empresa norteamericana Orinoco Iron Company, documentaba en 1897 luego de un viaje a Santa Catalina, que nunca había visto depósitos de hierro de tan alto grado, “ni siquiera en la cordillera de Mesaba en Minnesota”, relata Luis Ugalde, teólogo y filósofo jesuita, en sus estudios sobre los proyectos de colonización en Guayana en los siglos XVIII y XIX. “La cualidad del mineral es muy superior al de España y África con los que entrará en competencia”, indica un artículo de ese año en el Venezuelan Herald.
Se avizoraba, en la misma pieza periodística citada por Ugalde, un “futuro color de rosa y una prosperidad hasta ahora desconocida en el Territorio Delta”, un lugar apartado y selvático del extremo este de Venezuela, cruzado por decenas de canales o cursos de agua conocidos como caños.
Santa Catalina fue entonces designada como el corazón de la operación y fue allí donde la Orinoco Iron Company construyó su sede y un hotel de dos pisos con dos alas que albergaban 23 habitaciones. La colonia sumaba a unas 200 personas y esperaban expandirla con transporte barato y tierra gratuita para explotar balatá, una resina gomosa natural semejante al caucho, y otros recursos. Para ello, instalaron una planta de vapor para su procesamiento y avanzaron en la construcción de carreteras como la Minnesota Street, como se llamaba en ese entonces la vía principal del pueblo.
Mucho antes que los norteamericanos, británicos y españoles ya habían reconocido las bondades económicas y estratégicas de la región. Más de un siglo después, era natural que todo cambiara y todo cambió.

Pero la mutación no fue lo presagiado por tantos. Jóvenes y adultos dicen que por Santa Catalina y en las comunidades aguas arriba y abajo del Orinoco ya no los visita nadie: ni autoridades municipales ni estatales, ni turistas, ni exploradores aventureros como York. Nadie excepto sus nuevos colonos: uniformados armados que, a su llegada al pueblo, portaban brazaletes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y que en la última década se han expandido a lo largo del Río Orinoco.
Y es que además de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), a lo largo y ancho de Venezuela operan actualmente al menos dos grupos bajo la bandera FARC que incluyen combatientes que nunca se acogieron al Acuerdo de Paz firmado en 2016 entre el gobierno colombiano y las FARC, y que significó la desmovilización de la principal facción del grupo guerrillero, y quienes desertaron del proceso. En la frontera con Colombia; en el extremo oeste del país, a más de 750 kilómetros del Delta si se toma en cuenta el punto fronterizo más cercano, se encuentra el Estado Mayor Central, comandado por alias “Iván Mordisco”, mientras que la Segunda Marquetalia, liderada por el exjefe negociador de las antiguas FARC, el gravemente herido Iván Márquez, mantiene una presencia territorial más profunda.
Los nuevos colonos
Ha cesado la lluvia y el cielo se pinta de naranja. El ruido de una lancha a motor alerta a quienes están cerca del puerto de Santa Catalina. “Allí vienen”, comentan un par de jóvenes.
La embarcación, pintada con franjas rojas y verdes, llega a la orilla. A menos de dos metros algunos niños juegan y se sumergen en el agua. 14 hombres vestidos con botas de goma y franelas camuflajeadas descienden poco a poco del bote. Portan armas. Al menos cuatro permanecen cerca y levantan lo que parece un cajón. Es un ataúd con arabescos dorados. Otros cargan bolsas negras. Son flores.
Es 22 de febrero de 2025 y comienza el funeral de “El Viejo”, el exlíder guerrillero que fue asesinado —coinciden catalinenses— en septiembre de 2024.

El aguacero no detuvo los preparativos. En el cementerio ya abrieron la fosa. A escasos metros del puerto, preparan sopa y carne en vara. Hay civiles junto a ellos. Varias mujeres buscan a los más cercanos a la Iglesia y les piden ir al sepelio a rezar un rosario.
A “El Viejo”, el alias de Aldemar Suárez, lo velan a escasos metros de la plaza Bolívar, en las afueras de una cervecería. Cada tanto, rocían un spray alrededor del féretro, quizás para disipar malos olores. Su séquito rodea el ataúd. También están allí sus hijos: Juan o “güipa”, el mayor; Daniel, quien lo sustituyó en el mando del grupo que controla el territorio; y Joandry, el menor. Todos de origen colombiano.
“La comunidad tiene que agradecer porque él murió por todos nosotros. Batalló toda su vida, primero en Colombia y luego en Venezuela, por un ideal de libertad. Se identificó tanto con Venezuela que dio su vida por ella”, dice un trajeado de verde frente al féretro de Suárez, un hombre descrito como culto, carismático y humilde que alcanzó a vivir 60 años.
Con la bandera de la «libertad» llegaron a Santa Catalina en 2020, poco antes de la pandemia de covid-19. Lo primero que hicieron fue convocar a la comunidad a una asamblea, a la que asistieron unas 30 personas. “Decían que querían hacer vida aquí. Quien lideró la reunión se identificó como el comandante Camilo, tenía acento colombiano, y decía ‘qué bueno sería que cuando yo viniera me dijeran ‘Don Camilo, vamos a tomarnos un café’. Pedían apoyo de la comunidad, nadie les dijo que no, pero tampoco que sí”, recuerda Gustavo Lazarde*, un catalinense de 61 años.
—Ahorita tienen problemas de luz, tienen problemas de agua, todo eso lo podemos solucionar nosotros —les dijo el comandante Camilo.
«Todos nos quedamos viéndonos las caras», recuerda Gustavo, piel morena y de voz baja, sorprendido quizás porque ciertamente en Santa Catalina no hay agua ni electricidad desde hace más de una década.
—Sí, aunque no me quieran creer. Ustedes no se imaginan lo que pasa por frente de sus narices. Si cobráramos por todo lo que pasa, tendrían tres y cuatro plantas eléctricas —recalcó el uniformado.
A lo que se refería Don Camilo, coinciden los catalinenses, era al movimiento de drogas y, en menor medida, minerales y otras mercancías por el río Orinoco, la principal fuente de ingresos de estos grupos.
Una ubicación clave
Moverse y controlar el tráfico de drogas y oro por el río Orinoco no es fortuito. Su desembocadura enlaza con el océano Atlántico y varios eventos confirman el carácter estratégico de esta vía fluvial para las economías ilícitas. A principios de marzo de 2023, el comandante estratégico operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), Domingo Hernández Lárez, difundió —por la red X— la intervención de un “campamento de grupos delincuenciales asociados al narcotráfico” y la incautación de un “submarino semisumergible” usado para el tráfico de drogas, en operativos en el delta del río Orinoco.

En diciembre de 2020, la fiscal del Ministerio Público en Delta Amacuro, Guerlys Hernández Urrieta, y su esposo Jorge Luis Hernández, fueron detenidos por su presunta vinculación con el decomiso de 2012 pastillas de droga sintética, en una embarcación en aguas del Orinoco. “La cercanía de las costas del estado Delta Amacuro con Trinidad y Tobago hace a esta entidad propicia para el narcotráfico. La droga llega hasta allí en cargas que suelen ser más pequeñas y viajan en embarcaciones de menor tamaño”, señala un informe de 2024 de Transparencia Venezuela.
Una fuente de inteligencia confirmó que los semisumergibles transportan cocaína mar adentro, al noreste de Trinidad y Tobago, donde la carga se transborda a barcos pesqueros oceánicos y buques portacontenedores con destino a Europa y África Occidental. Como estos buques navegan bajo banderas no venezolanas, Venezuela rara vez figura en los datos de incautaciones, a pesar de que el delta del Orinoco es considerado un hotspot del narcotráfico, con “pocas barreras” para los traficantes. En menor medida, esta región también se utiliza para trasladar drogas hacia Guyana, antes de enviarlas a destinos internacionales.
Según las autoridades estadounidenses, el tráfico de cocaína hacia ese país suele comenzar en los países andinos, reseña el Informe 2021 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés). Se han identificado tres rutas: la del Pacífico oriental, que se estima representa el 74 % del total; la del Caribe occidental (16 %), que parte de Colombia; y la del Caribe (8 %), que parte tanto de Colombia como de Venezuela. En esta ruta resaltan el uso de lanchas rápidas y aeronaves para el tráfico.
La UNODC no identifica a Venezuela como país de origen ni de destino, sino como país de tránsito de la cocaína. Por su parte, Colombia es identificada como país de origen de los envíos incautados de cocaína, entre 2016 y 2020. Los principales destinos son Suramérica, el Caribe, Centroamérica y Europa Central.

Lazarde dice que después de aquella primera asamblea “empezaron a venir de visita (…) desde que llegaron al pueblo dicen que vienen por orden del Gobierno”. En los primeros meses de irrupción, recuerda, la gente prefería no salir a la calle. Temían enfrentamientos con el sindicato de Barrancas, una banda de crimen organizado con cabecillas venezolanos, que controla el tráfico de drogas, mercancías y todo lo que se mueva por el paso del río entre Barrancas del Orinoco, en el estado Monagas, y Piacoa, sobre la ribera sur en Delta Amacuro. Al igual que Santa Catalina, Piacoa es parte del municipio Casacoima y tiene una posición estratégica a la que se accede por tierra y agua.
De Piacoa hasta el este, el control lo detentan los identificados como disidentes de las FARC, quienes en principio montaron su base en un sector conocido como Catalinita y posteriormente en Mena. Ahora alcanzan el caño Amanoco, a unos 20 minutos de Santa Catalina, y tienen presencia en La Fe, una comunidad cercana a Piacoa.
Se trasladan en embarcaciones de hasta dos motores, y es precisamente por ese ruido que la comunidad los identifica. Ya no portan el brazalete de las FARC que usaban antiguamente. “Creo que se han hecho más autónomos. Se identifican por el jefe”, cuenta un habitante de Santa Catalina.
Figuras de poder
Hasta septiembre de 2024, el jefe era “El Viejo”. Cuentan los lugareños que fue asesinado a traición por miembros de su propia facción: que estaba en el campamento y le dijeron que iban a sustituirlo por otro, entonces resolvió disolverlo, dio de baja a todos. Pero quienes querían relevarlo lo asesinaron a disparos para hacerse del control.
Entonces, coinciden los testimonios, sus hijos regresaron, se reagruparon, cobraron venganza y tomaron nuevamente el mando. “Descubrieron donde lo habían enterrado, entre La Fe y Piacoa, lo sacaron y lo trajeron para enterrarlo”.
Los uniformados llegan a Santa Catalina a buscar comida, tomar alcohol y rumbear en las noches. La mayoría de las veces pagan en dólares, aunque en la comunidad también aceptan bolívares, la moneda oficial de Venezuela. A partir de su llegada, reconocen los lugareños, cesaron los robos de ganado y gallinas. Aún así, la comunidad los rechaza, pero no pueden hacerlo frontalmente. “La comunidad escucha y ya. No nos hemos atrevido a decirles que no y dentro de la comunidad hay quienes han establecido relaciones con ellos. En un momento empezaron a llevarse muchachos, a sondearlos, a ofrecerles pagos en dólares, celulares y hasta balones”, cuenta Lisa Méndez*, una ama de casa de 43 años.
“Uno tiene que aprender a saludar amablemente. ‘¿Cómo están? Buenas noches’. A veces se quedan callados o te pueden preguntar algo y luego te dan una pequeña charla: ‘Aquí estamos para proteger a la comunidad, no se preocupen, esto es territorio de paz’”.
Una de las preocupaciones de quienes habitan en Santa Catalina es que precisamente no hay policías, ni Guardia Nacional ni vigilancia fluvial. La Ley Orgánica contra el Tráfico Ilícito y el Consumo de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas, derogada en 2010, establecía en su artículo 104 que en Delta Amacuro, dada su configuración geográfica, se crearía un sistema integral de inteligencia, prevención y persecución contra el tráfico de drogas integrado por la Armada, la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) y el Ministerio Público, que constituirían una Fuerza de Tarea Especial para el control y vigilancia de los ríos y caños.
Así se buscaba “evitar que el Delta, dada su vulnerabilidad, se convierta en una zona preferente para las actividades del tráfico de drogas y asiento de corrupción de la sociedad civil y las instituciones de ese estado fronterizo, incluyendo la protección del hábitat de los pueblos indígenas allí asentados”, se leía en el documento. Pero el plan se quedó en la teoría; nunca fue ejecutado.
Frente al velorio de “El Viejo” hay un pequeño edificio de locales comerciales donde hasta hace un par de años funcionaba un comando de la Guardia Nacional. En los años 90, recuerdan los catalinenses, había un policía asignado. Uno.
“No solo es que no hay ningún cuerpo policial… No hay ninguna entidad del Estado ni para defensa de los niños, ni para protección de la mujer, no hay nada. Entonces, ¿A dónde vas a reclamar? ¿Con qué lancha, con qué internet?”.
Josefa Gómez*, ama de casa de 50 años.
Hace poco más de un siglo la comunidad miraba al futuro. Hoy la lista de carencias es extensa y el asentamiento del grupo armado en el pueblo, a pesar de las promesas en aquella primera asamblea, tampoco ha impactado de manera positiva a la comunidad. No hay electricidad desde hace más de 10 años y quienes cuentan con corriente eléctrica la tienen gracias a generadores a gas o pequeños paneles solares. Tampoco hay agua por tuberías, pese a que la comunidad queda frente al enorme Orinoco y dispone de un tanque gigante que podría abastecer a toda Santa Catalina; ni transporte público para traslados médicos de emergencia o para proveerse de insumos y alimentos. Decenas de casas están vacías debido a la migración.

Cuando Diliana*, una joven estudiante de 16 años, se fue con hombres armados una noche de finales de mayo de 2023, sus familiares no hallaron un policía o guardia a quien pedir ayuda. Por eso, fueron a buscarla a la mañana siguiente con apoyo de las mujeres de la comunidad.
—Mami, vengo con la peor noticia. Diliana se fue con un pata’ e goma —le dijo Daniel* a Mariana*
—¿Se la llevaron a la fuerza? —preguntó ella.
—No, se fue.
Diliana se había ido voluntariamente con Juan, el mayor de los tres hijos de “El Viejo”. Ambos se fueron a pie hasta un campamento por un camino enmontado y empantanado. Su familia presume que Juan la enamoró por teléfono.
La mañana después de la huida, las mujeres se organizaron. Se repartieron en las pocas calles del pueblo y se fueron sumando a otras. “Vamos que no nos va a pasar nada”, les decía Mariana. “Y así fuimos 34 mujeres en una curiara grandísima”, cuenta. Recuerda también que en el trayecto, las mujeres lloraban.
“Había hombres, pero no veíamos conveniente que fueran. Pensamos que a nosotras no nos iban a hacer nada. Llevar hombres podía verse como una provocación”, explica. En la curiara, una embarcación de madera propia de poblaciones indígenas de Venezuela, iban solo tres hombres: su papá, el motorista y un menor de edad que conocía la ruta.

El jefe con el que tenían que hablar para traer de vuelta a Diliana era “El Viejo”. Mariana recuerda que llegaron a la orilla y mientras caminaban al campamento había vigilancia entre el monte: uniformados que no se dejaban ver. Frente a las mujeres, “El Viejo” insistió en que la joven no fue obligada. Las mujeres pidieron verla.
Esperaron dos horas. Diliana, vestida de civil, venía con dos mujeres. Se detuvo a 200 metros. No quería caminar más. No hablaba, no respondía a las preguntas. “Me armé de valor y pasé en medio de los hombres que tenían las armas cruzadas para impedirnos el paso. La agarré y la cargamos por los brazos. Ella se resistía, quería quedarse”, relata Mariana.
En el trayecto de regreso a Santa Catalina, Diliana quería lanzarse al río. Dos embarcaciones los seguían, pero se adelantaron y llegaron primero. “Cuando llegamos había muchísima gente, subimos y la dejamos en la casa”, rememora. Añade también que tuvieron que sedarla para que se tranquilizara.
Aprovechando la presencia de los integrantes del grupo armado en la comunidad convocaron a una reunión; estiman que sería la tercera desde que se asentaron allí. Eran las 11 de la mañana del 23 de mayo. Necesitaban establecer límites pero “El Viejo” no asistió al encuentro. “Les dijimos que nosotros no los queríamos en Catalina. Que orábamos mucho para que se fueran de la comunidad. Una de las mujeres los enfrentó y les dijo que si querían reclutar niños regresaran a Colombia. ‘Respeten a nuestros niños, ustedes les están violando sus derechos’”, recuerda José Pereira*, un comerciante de 45 años.
—Nosotros estamos aquí porque el gobierno nos lo ha permitido. No estamos acá de manera improvisada, estamos acá porque el gobierno quiere que estemos —respondió uno de ellos.
—No somos gente de colectivos ni de guerrilla. No queremos agradecerles a ustedes, ni a ningún sindicato. El hecho de que ustedes estén acá nos pone en riesgo — le respondió Mariana, quien admite que la situación la atemoriza, le ha quitado el sueño.
A tres metros del ataúd de “El Viejo”, mientras una decena de mujeres reza el rosario, un cúmulo de niños de no más de 10 años corre, grita y brinca. En cuanto a los hombres, en una esquina toman cervezas; en otra, juegan dominó. El funeral es el cotilleo del día. En la comunidad temen que su presencia en el pueblo se esté volviendo algo normal; les preocupa, sobre todo, que los niños crezcan viendo todo lo que ven porque, aseguran, ya los idolatran, los ven como una figura de poder.
—¿Son guardias, mami? ¿Son policías? —le pregunta Karina* a su mamá, al ver al puñado de hombres en una de las calles principales del poblado, la antigua Minnesota Street.
—Son policías —le responde Mayra* en seco, para no entrar en detalles y sin explicaciones certeras sobre el porqué de la presencia de los sujetos.
—¿Y si ellos nos matan, mami? Dios los va a castigar, ¿verdad? —pregunta la niña de ocho años.
Este es el recuerdo de la primera vez que la niña Karina vio a los uniformados en Santa Catalina. Su evocación empaña los ojos castaños de Mayra.
—Por eso queremos irnos. Por ella, asevera la madre.
*Los nombres utilizados en esta crónica fueron sustituidos para resguardar la seguridad de las fuentes.
**Amazon Underworld es un proyecto de periodismo investigativo transfronterizo en el que participan Al Margen (Perú), Armando.Info (Venezuela), InfoAmazonía (Brasil), La Barra Espaciadora (Ecuador), La Liga Contra el Silencio (Colombia) y RAI (Bolivia). Es posible gracias a la financiación del Ministerio de Relaciones Exteriores de los Países Bajos, el Departamento de Desarrollo Internacional de Reino Unido y la Fundación Ford.
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