No soy más que un periodista

17/12/2024
Guillermo Cano Isaza fue durante la mayor parte de su vida director de El Espectador, cargo que ocupó por más de 30 años, hasta el momento de su asesinato a la salida del diario, el 17 de diciembre de 1986. A través de esta «entrevista imaginada», el profesor Lucas Ospina da vida a voces ausentes a través de diálogos ficticios basados en testimonios, lecturas y archivos. Esta es la tercera entrega del proyecto «Sala de redacción de ausentes», una iniciativa de la FLIP para honrar el trabajo y la memoria de los periodistas que, desde 1977 hasta hoy, han sido asesinados por sus labores informativas en Colombia.
Guillermo Cano entrevista imaginada Crédito: Santiago Guevara
Crédito: Santiago Guevara.

Por Lucas Ospina, profesor de la Universidad de los Andes.

Guillermo Cano es un hombre delgado de mediana estatura, con cabello plateado y desordenado, frente amplia, piel gruesa afeitada a ras y unas gafas grandes de carey que le escurren hasta el borde de la nariz. Su espalda ancha y ligeramente encorvada refleja el paso del tiempo y el cansancio acumulado. 

A diario, Guillermo Cano recorre kilómetros por la amplia sede de El Espectador en la Avenida 68 de Bogotá. No se encierra en su oficina; va de escritorio en escritorio conversando con los periodistas, con las empleadas que empujan un carro metálico sirviendo café y aguas aromáticas dulcísimas. A veces escribe en su oficina, pero también lo hace en un escritorio que tiene ahí en el corazón de la sala de redacción, concentrado, en medio del ruido de 32 terminales, 350 teléfonos, cuatro salas de grabación y más de 1 000 empleados que consumen hasta 12 libras de café diarias para transformar, en un solo día, un lienzo en blanco en periódico.

«¿Qué tienes para hoy?», es su pregunta habitual a periodistas novatos y veteranos. Con sus silencios, saludos o breves apuntes, calibra el estado de ánimo de la redacción y marca sus ritmos informativos. Tiene olfato periodístico; sabe que un aguacero puede ser noticia, que un certamen deportivo puede devenir en conflicto político, que un volcán puede causar una tragedia. «¿Qué hay, qué hay?» es su saludo mientras recorre la sala en busca de «chivas». «¿Qué pasó?», preguntaba después de un largo silencio que pesa como un piano; ese es el tono de sus reclamos cuando la competencia logra quedarse con una noticia, pero si alguien quiere verlo molesto, basta provocar una rectificación. «»¿Por qué no consultó antes de escribir? Primero confirme y luego informe»; jamás pasa al grito. En realidad, en El Espectador, todo el mundo sabe que con don Guillermo solo hay una advertencia: si Santa Fe perdió el domingo, lo mejor es no hablarle el lunes. El único lugar donde se ha visto a Guillermo Cano decir una grosería es en el estadio El Campín, los árbitros son su punto débil.

«Detrás de sus maneras suaves y un tanto evasivas», dice su amigo García Márquez, «se esconde la terrible determinación de su carácter». Y añade: «Nunca conocí a nadie más refractario a la vida pública, más reacio a los honores personales, más esquivo a los halagos del poder. Es un hombre de pocos amigos, pero los pocos son muy buenos, y yo me siento uno de ellos desde el primer día cuando, por una martingala suya, me llevó a la redacción de su periódico, casi a la fuerza. A pesar de mis reticencias a volver a Bogotá tras la amarga experiencia del 9 de abril, mordí el anzuelo, para fortuna mía, como redactor de planta durante tres años, y como un amigo sin formalismos y un colaborador incondicional, contra todas las tormentas de este mundo y del otro, hasta el día de hoy».

La entrevista tiene lugar en su oficina, ubicada en la esquina nororiental de la redacción. Cuando Guillermo Cano llega, parece querer arrepentirse. Dice que no le gusta ser entrevistado, que le huye a la oficialidad y añade: «Yo tengo muy poca memoria. Una pésima memoria, una memoria torpe. Pero en cambio todo cuanto de inolvidable ha sucedido en mi vida ha ido a grabarse, para siempre, en el corazón». Pero, al hablar de lo que le apasiona, se relaja, se torna espontáneo y olvida que está en una entrevista. 

Me advierte que su oficina es de puertas abiertas y que pueden interrumpirnos. Dice esto, y entra su colega Argos, el pescador de gazapos y gazaperas de la redacción, y le deja en su escritorio varias hojas con anotaciones. El suyo es un escritorio de periodista: papeles, libretas, pilas de cartas, prensa del día, plumas, libros recién editados y un pequeño museo de papelitos, documentos e invitaciones a una cantidad de eventos a los que no asistirá. Entre fotos familiares dispersas, hay normas gramaticales, listas de anglicismos, galicismos y barbarismos bajo el vidrio del escritorio. Encima de su máquina de escribir, un portento de hojas prensadas con unas finas tijeras italianas hace de pisapapeles.

¿A usted quién le enseñó el oficio periodístico?

¿A mí? ¡Nadie! (risas). Yo diría que mi primera investigación seria fue sobre Ana María Busquets, mi esposa. Me averiguaba con las amigas o en el colegio a qué cine iba y allá me aparecía a la salida del teatro. Si ella iba a fútbol, allá estaba yo; en la plaza de toros, igual. Ella decía que yo me le aparecía hasta en la sopa.

¿Y cómo empezó?

Conocer al abuelo al que nunca vi en persona fue un proceso lento. A los diez años, me dijeron que había ido a la cárcel por defender a sus amigos pobres y políticos. Para mí, a esa edad, era difícil entender que un hombre pudiera ir a la cárcel por defender sus ideas, un periódico, unos amigos. Más tarde comprendí que, cuando se defiende honradamente un principio de justicia, no importan ni el fuego, ni el terror, ni la cárcel. A los 15 años, recibí en mis manos una colección de sus editoriales, recortados y pegados en un viejo catálogo de tipos. Ese fue un contacto conmovedor e inolvidable con su prosa limpia, pura y exacta. Apenas me gradué del Gimnasio Moderno, entré a El Espectador con la inquietud, temor y timidez de quien se sabe inexperto en los gajes del oficio. Mi primer desafío fue escuchar a mi padre Gabriel, el director, dar instrucciones a reporteros y cronistas cuando me presentó en la redacción: «Enséñenle lo que ustedes ya saben. Y que se meta al barro recogiendo noticias, buscando «chivas», no importa qué tan desagradables sean. Y que se unte de tinta aprendiendo a armar las páginas del periódico, a leer al revés. Y no lo elogien, regáñenlo». Fui un aprendiz de periodismo con alma de novillero, como lo dijo José Salgar, que es mi maestro, colega y compañero de mil batallas acá en la redacción. Pasé con mis manos por la herencia del linotipo como misterio de iniciación antes de convertirme en redactor del periódico sin firma ni rango y luego, a los 27 años, fui nombrado director, y a los 28 me casé con Ana María. Todo mi patrimonio, tanto espiritual como material, está íntegramente vinculado a la empresa que edita El Espectador.

¿Qué más le llamó la atención de su abuelo Fidel Cano, fundador de El Espectador en 1887?

Había algo, sobre todo, que me impresionaba. En dos cortas columnas de periódico, escritas con un estilo magistral, mi abuelo analizaba cada día un aspecto de la vida colombiana. Ninguna arista de las actividades ciudadanas escapaba a su inteligencia. Trataba con la misma propiedad temas políticos y literarios; con igual corrección abordaba un problema de límites o la inconveniencia de la pena de muerte. Nunca olvidaba a los necesitados, los perseguidos ni los humildes, y también opinaba sobre los poderosos, los ricos y los orgullosos. Algunas jerarquías de la Santa Iglesia olvidan que los primeros periodistas fueron San Marcos, San Lucas, San Mateo y San Pablo, los apóstoles que narraron el primer gran hecho de actualidad: la crucifixión de Cristo. Hoy resulta entre divertido y patético saber que la Diócesis de Medellín, prohibió en ese momento a sus feligreses la compra y lectura de El Espectador, convirtiendo en pecado mortal el acto de conocer “verdades” distintas a las profesadas. No deja de ser significativa la censura que durante meses se cernió sobre el periódico.

Y extrañamente actual…

Sí, por ejemplo, me contaba en estos días nuestro nuevo periodista Ignacio Gómez que, en el Magdalena Medio, la mafia del narcotráfico y su grupo de “anticomunistas” sacó una revista con un inserto que decía “Si quieres al Magdalena Medio, no compres El Espectador”.

Sí, aunque yo me refería más a otras censuras anteriores…

Sí, las cometidas por políticos y otros “caballeros de industria”. La censura oficial me ha tocado vivirla en carne propia en muchas ocasiones. Cuando el periódico criticaba las obras del Canal del Dique, por ejemplo, fui llamado al despacho del ministro Jorge Leyva (amigo personal de Álvaro Gómez), donde me amenazaron durante más de tres horas para que retirara mis palabras. Yo nunca retiré una sola palabra, eso fue lo que me enseñaron mi padre y don Luis Cano. Después de la dictadura de Rojas, no hemos vuelto a vivir una censura oficial directa, pero sí indirecta. La censura económica, la hemos vivido también, especialmente cuando realizamos las investigaciones por las irregularidades cometidas con los fondos de inversión del Grupo Grancolombiano.

Cuando el Grupo Grancolombiano ordenó retirar su publicidad de las páginas de El Espectador, ¿recibieron alguna forma de solidaridad de otros periódicos importantes?

Ninguna. Siempre, a través de toda la historia del periódico, hemos recibido el apoyo de sectores importantes de la sociedad colombiana, como ocurrió durante los gobiernos de Ospina, Urdaneta y Rojas, que multaban al periódico, y con frecuencia, a la dirección llegaban cheques superiores a la multa. Por muy grande que sea el poder al cual uno se enfrenta, siempre encuentra amigos en el camino. En El Espectador no vendemos, no hipotecamos, no cedemos nuestra conciencia ni nuestra dignidad.

¿Y la autocensura? ¿No existe para usted esa limitación?

Claro que sí. Después de escribir algo, vuelvo a leerlo con cuidado. No para no decir las cosas, sino para decirlas bien dichas. Uno no debe apasionarse demasiado; debe procurar siempre la veracidad y, sobre todo, ser muy responsable. Hay que sopesar todas las consecuencias que se pueden derivar de las palabras. A veces, con el cúmulo de noticias negativas que recibo, entro en un estado de desaliento y me encierro en un profundo silencio. No me provoca comentar las cosas del día con nadie en la casa, aunque dicen que a veces es mejor hablar. Por eso, lo mejor que tiene Ana María es que sabe entender mi silencio. 

¿Cómo son las relaciones laborales con ella? Porque en el periódico usted es el director y ella, una redactora… ¿Se han llegado a presentar conflictos ideológicos?

(Risas). No, yo, como director, soy muy respetuoso de mis periodistas. Creo en ellos y, por eso, mientras no injurien a nadie, no me atrevo a cambiarles una coma. ¡Claro! Hay veces que pienso que no tiene razón, pero tiene todo el derecho a expresarse.

Cuando ocurre un hecho importante, ¿cómo hace usted para discernir entre todas las versiones que se le presentan, cuál es la más veraz, cuál es la más confiable?

Yo tengo una gran confianza en mis redactores. Le creo a aquellos que me han dado garantía de sus palabras. El periodista debe tener su propia versión de los hechos, más allá de los comunicados oficiales. Nosotros confiamos en las personas serias, así su versión coincida o no con las declaraciones oficiales que, a veces, pueden manipular la realidad de los hechos.

¿De dónde salió el nombre Libreta de Apuntes?

Ese nombre me lo sugirió mi papá cuando dejó de escribir y me pidió que lo reemplazara con una columna los domingos. Él me aconsejó que, durante la semana, fuera haciendo apuntes en papelitos de las cosas que se me iban ocurriendo, para luego armar la columna. Y lo he venido haciendo conjugando el verbo «cronicar» en distintos tiempos y matices.

¿Y qué temas trata en su Libreta de Apuntes?

El espacio me da la libertad para, con un quiebre de cintura, cambiar semanalmente de registro, pasar de la denuncia indignada contra los corruptos a la más conmovedora declaración de afecto por un amigo, a narrar episodios felices de la infancia o locuras de juventud. Es un espacio cercano a lo autobiográfico; procuro que sea discreto, gracioso, cálido, sin darse ínfulas de nada más que de periodista curioso, lector, hijo y hombre de hogar.

¿Cuáles son los principales peligros que acechan al periodismo en Colombia?

Los terroristas han encontrado en la manipulación de la prensa un arma tan temible como sus fusiles y sus bombas de fragmentación. Tenemos la obligación de desarmar este otro tipo de arsenal que envenena la paz. Pero no son sólo los guerrilleros los que manipulan a los periodistas y a la prensa. Existe, todos lo sabemos, la manipulación oficial y de los grupos económicos. Las tres son igualmente nocivas. La oficial, mediante los halagos y, peor aún, mediante las presiones, amenazas y sanciones. Los gremios, finalmente, quieren una prensa a su servicio, incondicional y abyecta. Sólo la independencia, el carácter, la objetividad y el buen criterio del periodista y de los medios pueden vencer estas tormentas terribles en el nuevo mundo amenazado por todas partes de la libre información.

¿Cuál sería, desde su punto de vista, el principal aporte de El Espectador al periodismo colombiano?

Creo que su principal aporte ha sido el de su carácter e independencia. Todo lo que tenemos está reinvertido en el periódico, en contar con equipos y máquinas de última tecnología. No nos hemos dedicado a crear empresas satélites por todas partes ni a ser los lavaperros de grandes grupos económicos que usan al periodismo para destruir al periodismo. El periodismo, el periódico y la libertad de imprenta son todo, cuando alguno de ellos falta, el esfuerzo de transmitir honesta, objetiva y responsablemente la palabra queda comprometido y acaso herido de muerte. Hay que decir las cosas cuando todavía es posible decirlas, y cuando ya no se puedan decir, habrá que seguir diciéndolas por más adversas y peligrosas que sean las circunstancias creadas para impedir que se digan.

Es claro que se refiere al narcotráfico…

A este país lo que le está faltando no es plata, sino una profunda reconquista de la moral en el sector público y privado. El narcotráfico, el contrabando, la compra y venta de influencias, la mordida, el afán del dinero fácil, el alquiler del voto, nos han corrompido. Estamos presenciando el crecimiento de una generación sin fronteras morales, sin valores ni principios. Los capos de la mafia saben que la penetración hacia el poder político se les va a servir en bandeja de plata en las elecciones de alcaldes. Contra su poder económico no valdrá poder político alguno, sobre todo en las poblaciones pequeñas. No estamos adivinando un porvenir apocalíptico. Alertamos sobre un riesgo cierto que se podría hacer realidad en 1988.

Se sabe que a su correspondencia de El Espectador llegan intimidaciones, cuentan sus amigos que su respuesta es siempre la misma: ni una palabra a la familia. Ante las amenazas, ¿tienen miedo?

El periodismo es temerario. Debe serlo. Recuerdo que hace unos años, el grupo de justicia privada del MAS puso un petardo en la entrada de donde vivía nuestra joven reportera María Jimena Duzán con su madre y su hermana, después de que ella entrevistó al M-19 para El Espectador. Apenas me enteré, pues yo era muy amigo de su familia y especialmente de su padre, salí de inmediato hacia su casa. Cuando vi a María Jimena le dije lo que he repetido en tantas otras ocasiones: «uno nunca sabe si va a volver a casa por la noche”, pero cuando uno es periodista «la casa» está más allá de los muros que nos protegen y de los miembros de la familia, un periodista entiende que su hogar es el mundo, y al ello se debe. Yo no soy más que un periodista y El Espectador no es más que El Espectador.

Cae la noche y Guillermo Cano, tras la hora de cierre de edición parte a solas de El Espectador en su camioneta, parece más un ciudadano común que el director del periódico más valiente de su época.

Guillermo Cano Isaza (1925-1986) fue un periodista de ética inquebrantable. La mayor parte de su vida ejerció como director de El Espectador, cargo que ocupó por más de 30 años, hasta el momento de su asesinato a la salida del diario, el 17 de diciembre de 1986. Su batuta y visión permitieron que el país conociera géneros periodísticos poco desarrollados y se pudieran destacar algunos de los más brillantes periodistas de Colombia, como Mike Forero Nougués, José Salgar, o Gabriel García Márquez, entre tantos otros y otras.    

En Colombia, desde 1977 hasta 2024, han sido asesinados 167 periodistas por realizar labores informativas. Cada uno de estos asesinatos ha generado una censura que cuesta medir, pero que nos acompaña día tras día. Las censuras de hoy también son producto de la que vivimos ayer. Para entender la palabra silenciada que nos habita, visite la “Sala de redacción de ausentes”, conozca sus periodistas, crónicas, entrevistas, metodologías y objetivos en el oficio, y junto a su trabajo, explore el vacío que dejaron sus asesinatos y la huella impuesta tras su partida. 

Esta iniciativa de la Fundación para la Libertad de Prensa hace museo de esa memoria y eco de ese silencio.

Sala de redacción de ausentes es un homenaje a los periodistas colombianos cuya labor ha sido silenciada por la violencia. Impulsada por la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, esta campaña busca honrar la memoria de aquellos periodistas que, desde 1977 hasta hoy, han sido asesinados por realizar labores informativas en Colombia. El objetivo es revivir esas voces y explorar el impacto que tuvieron en la historia y la huella que sus ausencias dejaron en la sociedad colombiana.

Uno de los pilares de esta iniciativa son las Entrevistas imaginadas, una metodología que da vida a voces ausentes a través de diálogos ficticios basados en testimonios, lecturas y archivos. Para la tercera entrega de este proyecto, curado por el artista Lucas Ospina, se ha reconstruido una entrevista imaginada con Guillermo Cano, director del diario El Espectador

A esta campaña se suma la Asociación de Medios Impresos, AMI, y medios como El Tiempo, El Espectador, La Silla Vacía, Publimetro, La Patria, Vanguardia, El Diario, La Nueva Crónica, El Colombiano, Rutas del Conflicto, Cerosetenta y La Liga contra el Silencio. Esta alianza contribuye en la construcción de un museo de la memoria que hace eco del silencio impuesto a quienes fueron asesinados en el ejercicio de su oficio. 

La primera entrevista imaginada fue con Silvia Duzán y la siguiente con Julio Daniel Chaparro.

Toda la información en: www.memoriasdelperiodismo.co

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