Tejer la palabra y esquivar las balas: el (contra) periodismo indígena en el Cauca
Por Tania Tapia Jáuregui, con el apoyo de La Liga Contra el Silencio, como parte del especial periodístico “¡Seguiremos informando! Libertad de expresión y seguridad en América Latina” de FES Seguridad y FES Comunicación, en alianza con Distintas Latitudes.
Ilustraciones: María Elvira Espinosa| @mmmariaelvira.
Durante todo el desalojo, que duró unas dos horas y que terminó con su asesinato, Abelardo Liz no dejó de grabar con su cámara. Registró a la comunidad indígena que se preparaba para hacerle frente a la fuerza pública que llegaba al terreno, filmó cómo el cuerpo antimotines de la Policía lanzaba gases lacrimógenos y proyectiles, y siguió de cerca a los militares que, armados de fusiles, dispararon hacia quienes los habían cercado con machetes y que luego huían ante sus ráfagas de disparos. Abelardo Liz permanecía firme.
El comunicador indígena dejó evidencia de los hechos que aún hoy el Ejército niega: que ese 13 de agosto de 2020, en un terreno a pocos kilómetros de Corinto —un municipio al norte del departamento de Cauca, en el suroccidente de Colombia— los soldados apuntaron y dispararon hacia la comunidad, y que en medio de las ráfagas una bala alcanzó a Liz, quien murió poco después y que también registró en video el momento en el que es herido de muerte. Ese día, además, fue asesinado José Ernesto Rivera, una de las personas que se enfrentó a la fuerza pública, y fue herido de bala en una pierna el líder indígena Julio César Tumbo.
Desde Manuel Quintín Lame, gran cacique de todos los indios, líder indígena que a principios de siglo pasado empezó a movilizar a los Nasa por la defensa de la tierra en el Cauca, la escena se repite de forma similar: terrenos verdes sobre los que las comunidades del pueblo Nasa y la fuerza pública se disputan la propiedad de la tierra. Los pueblos indígenas lo llaman “Liberación de la Madre Tierra”, un proceso que toma ese nombre en 2014, pero cuyos inicios se pueden rastrear a eventos de 2005 y hasta de finales del siglo XIX, y que usa las vías de hecho para reclamar terrenos que el pueblo Nasa reivindica como históricamente suyos y que aseguran han sido arrebatados por la clase política, los terratenientes y las multinacionales. La Policía y el Ejército, por otra parte, ven su intervención como la legítima defensa de la propiedad privada: terrenos que en el papel pertenecen a los hacendados y a las empresas que ven en los indígenas que los ocupan a invasores y “robatierras”. En esa historia el Estado ha sido aliado de las empresas, pero ha tenido que reconocer sus omisiones y afectaciones a los derechos de las comunidades indígenas, como ante la condena que le impuso la Corte Interamericana de Derechos Humanos por participar en la Masacre del Nilo, cuando 21 indígenas que ocupaban un terreno en Caloto, un municipio a 27 kilómetros de Corinto, fueron asesinados por la Policía y grupos paramilitares.
Las cuentas de cuántas víctimas indígenas ha dejado el conflicto por la tierra en el Cauca —en el que también participan grupos armados ilegales— solo las llevan las mismas comunidades: más de 38.000 entre 1985 y 2016, según el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), organización que agrupa a más del 90 % de las comunidades en el departamento. Y a 2015, el CRIC contaba en 57 los que habían sido asesinados por la fuerza pública.
“La policía siempre dijo que ellos no agredían. Y como los medios de comunicación, Caracol, RCN [los dos medios televisivos con más audiencia en Colombia] estaban a favor de la Policía y los dueños de las tierras, entonces nos hacían ver como los malos que vienen a quitar la tierra, mientras la Policía se mostraba como unos angelitos que no agredían a la gente”, cuenta Harold Secue, comunicador indígena hace más de 20 años y actual coordinador de comunicaciones del CRIC.
En 2005, Harold Secue, que tenía unos 22 años y un gusto por lo audiovisual, fue una de dos personas a las que la comunidad le asignó la labor de registrar lo que pasaba en uno de esos encuentros con la fuerza pública en Japio, cerca a Santander de Quilichao, otro municipio del norte del Cauca. “Yo y otro compañero, que llegó de la Universidad del Cauca a hacer una pasantía, hicimos un equipito para ir a grabar lo que pasaba allí. Necesitábamos tener memoria para las denuncias frente a la agresión de la Policía”. El resultado fue “Pa’ poder que nos den tierra”, un documental corto y descarnado de lo que fueron las intervenciones de la Policía ese noviembre de 2005: un hombre indígena, Belisario Camayo, asesinado de un tiro en la cabeza, testimonios de hombres que recibieron disparos a quemarropa de las armas potencialmente letales de la Policía y que como resultado tuvieron quemaduras en la piel y perdieron la vista, y hasta el testimonio de un indígena Nasa que asegura fue retenido y torturado por la Policía que lo acusaba de guerrillero y le amputaron dos dedos de una mano. El documental cierra con una breve nota de Noticias Caracol, en la que el entonces comandante de la Policía del Cauca asegura que el hombre herido en el enfrentamiento se había caído, que por eso estaba golpeado y que los oficiales lo recogieron y lo llevaron al hospital.
“Pa’ poder que nos den tierra” fue uno de los primeros ejercicios de comunicación audiovisual en el Cauca que se inscribe en el esfuerzo de la comunidad indígena por hacerle contrapeso a la forma en que los medios tradicionales informaban lo que pasaba en su territorio, un ejercicio de contrainformación. Ese esfuerzo, del que Abelardo Liz y los comunicadores indígenas del Cauca han hecho parte desde inicios del siglo XXI, hoy se expande en tejidos de comunicación —como la comunidad llama a sus medios de comunicación propios— compuestos de emisoras, páginas de internet y estrategias de comunicación que buscan contar la realidad del territorio en sus propios términos, una especie de (contra)periodismo indígena que ellos llaman comunicación.
Una tierra codiciada y de resistencias locales
El Cauca, unos 30.000 kilómetros cuadrados de extensión, es uno de los departamentos donde se ubica el Macizo colombiano, el nudo geográfico de donde se desprenden las tres cordilleras que atraviesan el país y nacen cinco de los ríos que llegan hasta los bordes de la tierra nacional: el Patía que va al Pacífico, el Cauca y el Magdalena que desembocan en el Mar Caribe y el Putumayo y el Caquetá que se riegan en la cuenca Amazónica. Es una tierra rica y estratégica que ha sido codiciada y disputada por actores legales e ilegales que ven en los recursos, en la conexión con la costa Pacífica y en lo fértil de su territorio una fuente de recursos para el crecimiento de sus empresas y economías.
Además, es el segundo departamento de Colombia —después de La Guajira— con mayor población indígena, que según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) representa el 25 % de la población de la región. Los indígenas son el segundo grupo más grande después de la mayoría de población mestiza o que no se identifica con ningún grupo étnico. Quienes se identifican como negros, mulatos, afrodescendientes o afrocolombianos suman el 20 %, de acuerdo con el DANE.
La mayoría de la población indígena en el Cauca la componen el pueblo Nasa y el pueblo Misak, que se articulan junto a otras comunidades en el CRIC, una de las organizaciones indígenas con más fuerza y visibilidad en el país y una de las primeras en estructurarse en Colombia, en 1971. De hecho, el CRIC fue uno de los principales fundadores de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), que hoy es el principal cuerpo en el que se articulan y representan los pueblos indígenas del país. Hoy en Colombia hay entre 87 y 102 pueblos indígenas, depende de quien esté llevando la cuenta y de qué reconoce como ‘pueblo indígena’.
Desde sus orígenes, el CRIC se fundó con la misión de recuperar y proteger la tierra para los resguardos indígenas del departamento, y con los objetivos de conservar las tradiciones y culturas propias, y exigir su respeto y protección. En la actualidad el CRIC es la organización indígena que en Colombia tiene una de las estructuras y luchas políticas más sólidas, lo que le ha permitido nutrir, por años, movilizaciones masivas que han paralizado no solo al Cauca sino incluso a la capital del país, hasta donde se han trasladado en varias ocasiones impulsados por sus necesidades y demandas. El CRIC es la organización indígena que más se hace sentir hoy en Colombia.
Recuento de un (contra) periodismo pensado desde el territorio
Ese proceso de solidez y resistencia indígena ha estado acompañado por un interés constante de fortalecer sus propias estrategias de comunicación. El resultado en el norte del Cauca es una red de tejidos de comunicación compuesto por cuatro emisoras —que alcanzan unos ocho municipios de ese departamento y algunas zonas del Valle del Cauca—, con sus páginas web y redes sociales; los sitios web del CRIC y de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN, Çxhab Wala Kiwe en lengua nasa); las revistas y periódicos producidos por el CRIC; y otras publicaciones análogas que informan de los procesos locales de las comunidades. Toda esta red, a su vez, está articulada con otra estrategia más grande, la Asociación de Medios de Comunicación Indígena de Colombia (AMCIC).
No es fortuito que los llamen tejidos. La cultura Nasa ve en la figura del tejido no solo una técnica sino un reflejo de su cosmogonía, una forma de escritura en la que plasman su historia. De hecho, la forma en que entienden sus proyectos de comunicación y la comunicación misma como elemento anclado a una trama más amplia es un símil exacto de las partes de un tejido: los hilos son los medios de comunicación propios; los nudos, que se dividen en internos (alianzas con personas claves dentro de la misma comunidad) y en externos (relaciones con actores estratégicos fuera del territorio); y los huecos del tejido, que son los asuntos que demandan atención y sobre los que se sueltan o se aprietan los nudos.
Esa visión de la comunicación se ha consolidado y reproducido más o menos desde 1999, cuando nació la primera de varias escuelas que formaron a jóvenes Nasa y a personas interesadas de la comunidad en la técnica y la política de la comunicación indígena. “Estudiábamos dos días de inducción política y tres días de inducción técnica, y cada dos meses íbamos llevando tareas. Así inicia mi proceso de comunicación”, cuenta Harold Secue, que entonces tenía 16 años y ya hacía parte de una emisora en su colegio donde producían contenidos que mandaban en casetes los jueves en chiva (un bus sin ventanas de trompa ancha, de colores y de otra época) hasta la emisora de Jambaló —municipio del norte del Cauca—, una de las dos primeras emisoras indígenas en el Norte del Cauca, junto con la de Toribío, y de donde surgió la iniciativa de esa primera escuela de comunicación. “Casi todos los resguardos del norte del Cauca tenían espacio para formarse allá, porque en ese momento también estaba apenas cogiendo fuerza la ACIN”.
Fue para 2001 que surgió la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, la casa de Radio Pa’yumat (expresión en lengua Nasa, usada al llegar de visita para decir algo como “vengo a visitarte”), la emisora con más cobertura en el territorio, y a la vez la sombrilla de las otras emisoras del norte del Cauca que se fueron nutriendo de quienes iban formándose en las escuelas de comunicación. La radio es el medio que predomina en el norte del Cauca, donde no se puede depender ni confiar de la conexión a internet.
“La escuela de comunicación aquí en mi territorio de Corinto inició en 2014 como iniciativa de la asamblea comunitaria. Las comunidades de las 42 veredas que cobija el municipio de Corinto se reúnen y crean ese mandato de tener un medio de comunicación propio que sea alternativo, indígena”, recuerda Natalia Salazar. En ese entonces, Natalia tenía 15 años y era la más joven de los 30 comuneros indígenas que respondieron a la convocatoria y que luego integrarían, tejidos de comunicaciones como el de Corinto, del que hizo parte Abelardo Liz que se había formado antes en la escuela de comunicación de 2010.
También en 2014 surgió el programa de Comunicación propia intercultural de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural (Uaiin), un programa que, como las otras escuelas de comunicación indígena, enseña una comunicación atravesada por los principios políticos de la comunidad nasa. “Al inicio para nosotros fue bastante complejo de entender, estamos en una universidad y todos emocionados de que vamos a aprender cómo se maneja una cámara, cómo se habla en radio, cómo se toma una fotografía. Y resulta que quienes daban las clases eran los exconsejeros y exautoridades contándonos cómo surgió la Uaiin y el CRIC, cómo se habían dado esas luchas para lo que hoy teníamos”, recuerda Mabel Quinto, comunicadora indígena de Toribío que desde junio de 2023 coordina el tejido de comunicación de la Acin-Cxhab Wala Kiwe.
El eco de esa formación se siente en los contenidos de los tejidos de comunicación: franjas informativas, entrevistas a proyectos comunitarios y líderes, transmisión de los mandatos de las autoridades y de sus comunicados, secciones de música tradicional y programas en lengua nasa que buscan fortalecer el idioma —también llamado Nasa Yuwe, Kwesx Yuwe y Jugthëwësx pthüusenxy—.
Como a Mabel en la Uaiin, le pasó en la escuela de comunicación en Corinto a Natalia Salazar, quien ahora está vinculada al tejido de comunicación de la ACIN. Natalia recuerda el deseo con el que ella y sus compañeros entraron a la escuela buscando los equipos y las técnicas, y se encontraron en su lugar una inmersión en la historia y las tradiciones de su propia comunidad. “Empezamos primero a conocer nuestra organización, nuestro plan de vida, a conocer el territorio, a caminarlo, a dialogar con la gente, a conversar con nuestros mayores, a conocer nuestro origen, el por qué la comunicación indígena es tan importante y cómo visibilizar lo que en realidad es un pueblo originario. Y a medida que vamos recorriendo y fortaleciendo nuestra cultura, ahí sí llegan el manejo de TICs: cómo grabar, cómo entrevistar, cómo hablar en una radio”, cuenta Natalia. Un hilo en un tejido más grande.
Defender lo propio es el eje de la labor de las y los comunicadores indígenas, se siente cuando explican la comunicación como una vía para preservar sus mandatos espirituales, que también son políticos. También se siente en la convicción con la que hablan de la importancia de su labor y la contundencia con que la defienden, que no es un asunto menor en medio del contexto sitiado de agresiones y hostilidades que habitan.
El sofoco de la violencia
La historia del Cauca ha estado marcada por el conflicto por la propiedad de la tierra durante los últimos cinco siglos, y las comunidades indígenas, campesinas y afro del departamento han llevado la peor parte. Así desde que la colonia española llegó atraída por los yacimientos de oro, hasta hoy que quedan los pedazos de un conflicto armado que, tras el acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC y el Estado colombiano, se atomizó y complejizó. Esos conflictos cobraron la vida de quienes se opusieron al terraje —la práctica de hacendados que permitían la ocupación de tierras por las comunidades a cambio de trabajo gratuito—, de personas de las comunidades que se han enfrentado a los grupos ilegales que imponen con bala y amenazas el control del narcotráfico en la región —una de las zonas con mayores niveles de hectáreas de coca en el país—, y la de los indígenas que recurren a las vías de hecho reclamando lo que reconocen como propio y que a cambio encuentran una ofensiva de proyectiles mortal.
En las últimas décadas del siglo XX, y hasta los acuerdos de paz de 2016, el ritmo del conflicto lo marcó la presencia de las guerrillas de las FARC y en menor medida del ELN, y sus enfrentamientos con grupos paramilitares que buscaban mantener el control territorial de los hacendados apoyados por las fuerzas del Estado. Y en la mitad los indígenas y sus estrategias de resistencia, también los desplazamientos, las agresiones y los reclutamientos forzados.
“Yo recuerdo que había una cuña radial hace años en Radio Pa’yumat donde invitábamos a la juventud a vincularse a la guardia indígena (un grupo de protección colectiva) para que no vayan a los actores armados”, cuenta Harold Secue sobre un hostigamiento alrededor de 2008, una de las épocas que recuerda como más hostil. “Nos dijeron, esa cuña no se puede pasar. Y ha habido así como llamados de atención, amenazas de parte de ellos. De hecho Radio Pa’yumat en ese tiempo sufrió un sabotaje por parte de actores que nos dañaban las antenas, se nos llevaban las cosas y se debía a todo ese trabajo que nosotros realizábamos. Eso ha sido una dificultad a la hora de comunicar”.
Tras la firma del acuerdo de paz con las FARC, el país sintió aires de tranquilidad durante poco más de un año, pero la llegada de un nuevo gobierno que no se interesó por implementar lo acordado, y más bien le apostó a su debilitamiento institucional, sumió rápidamente a zonas como el norte del Cauca en nuevos ciclos de violencia. Cuando en 2022 terminaron los cuatro años de gobierno de Iván Duque, grupos paramilitares, el ELN y grupos disidentes de las FARC hacían nuevos despliegues de fuerza con paros armados, combates reciclados y agresiones orientadas sobre todo a quienes defendían los derechos de las comunidades y de los ecosistemas.
Entre 2016 y 2023 fueron asesinados 1.450 líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia, según un informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz. El Cauca fue el departamento con más líderes asesinados en el país en esos siete años con 314, de los cuales 141 fueron asesinados en cinco municipios del norte: Caloto, Corinto, Santander de Quilichao, Toribío y Buenos Aires, cinco de los 10 municipios colombianos que registraron el mayor número de asesinatos en ese periodo. Desde 2010 el CRIC ha contado cinco comunicadores indígenas asesinados en el departamento. Y mientras los nombres de los actores del conflicto se han transformado, las agresiones a las comunidades indígenas y a sus comunicadores se han mantenido prácticamente iguales. En 2012 y 2020 también hubo ataques a las infraestructuras y antenas de las emisoras del norte del Cauca. “Esa vez nos tocó sacar la voluntad de donde no la teníamos para ir a hablar con este grupo armado, mencionar el por qué ellos estaban atentando con la infraestructura de las comunidades, y ellos lo que nos mencionan es que hay una información de que nosotros instalamos esa torre ahí para darle información al Ejército Nacional”, cuenta Natalia Salazar sobre la vez que en 2020 grupos disidentes de las FARC dañaron las redes eléctricas de la antena que usaba Nación Nasa, la emisora de Corinto.
Natalia recuerda que ella, otros tres comunicadores de Corinto y una autoridad indígena fueron al lugar a interpelar al grupo armado. Llegaron con el respaldo de la comunidad, con la orientación de los sabedores espirituales y con el chaleco azul y el Kambuwesx (el bastón de mando indígena) que identifica a la guardia indígena; del otro lado, fueron recibidos con los camuflados, las armas largas y el talante hostil de tres integrantes del grupo armado que llegaron al lugar en una camioneta. “Ese día entablamos una comunicación cara a cara y la verdad sí fue bastante tenso. Y no se genera un buen diálogo con esos grupos que prácticamente querían como mandar en la comunidad, porque nos dijeron que nosotros a quién le habíamos pedido permiso, que a ellos no les habían dicho. Y si el territorio es de las comunidades, ¿por qué tenemos que andarle pidiendo permiso a personas que ni siquiera son del territorio?”.
Esos han sido los términos de las confrontaciones entre grupos armados y comunidades en el Cauca: una autoridad sobre el territorio que unos imponen con armas y que otros reclaman como el derecho histórico de haber habitado esa tierra durante siglos.
Mientras Harold Secue, oriundo de Jambaló, recuerda que la seguridad en el Cauca era más crítica hace unos 15 años, para Natalia, habitante de Corinto y oriunda de Miranda, la situación actual de inseguridad en la zona que habita es inédita. Explica que los toques de queda en Miranda y los frecuentes asesinatos de jóvenes son un panorama nuevo en ese municipio que, a pesar de ubicarse a unos 10 kilómetros de Corinto y de su histórica situación de inseguridad, hasta hace poco era un lugar tranquilo y ajeno a las escenas vecinas de conflicto. Pero eso cambió más o menos al mes de iniciar el gobierno de Gustavo Petro en 2022, cuenta Natalia, el primer gobierno abiertamente de izquierda en alcanzar la presidencia de Colombia y que llegó con el plan de adelantar acuerdos de paz con todos los grupos armados del país después de la disolución de la guerrilla de las FARC. Lo que han visto expertos, organizaciones defensoras de derechos humanos y habitantes de las zonas en conflicto en Colombia es que desde que el gobierno nacional empezó a hablar del plan de “paz total” —como se llamó el proyecto— los actores ilegales han aumentado su despliegue violento, una forma de mostrarse fuertes en los territorios y llegar con más poder de negociación a las mesas con el gobierno.
Cuando contar es ponerse en riesgo
Los ataques a las antenas es apenas una de las formas de la violencia a la que se enfrentan quienes se dedican a la comunicación en el norte del Cauca. Los actores armados ilegales también han amenazado y censurado a quienes reportan la situación de seguridad en la zona. “Cuando estuve en el tejido de comunicación nos lo dijeron: ‘Si van a denunciar, denuncien de manera general, no digan nuestros nombres, no sean directos, porque cuando hacen eso nos ponen en alto riesgo como fuerzas revolucionarias’. Entonces, se ha convertido en que si quiero comunicar y estar en el territorio, tengo que tener cierto sesgo o cuidarlos en cierto momento a la hora de comunicar”, cuenta Harold Secue.
Lo mismo relatan Natalia Salazar y Mabel Quinto, quienes al hablar de la manera en que informan del conflicto armado en la región se notan reacias y casi en igual medida cautelosas. “Muchas veces cuestionar el accionar de X o Y grupo, sea legal o ilegal, también nos pone de alguna manera en riesgo, se nos identifica porque saben que somos del territorio, saben nuestro recorrido”, dice Mabel, quien agrega que además de esas censuras, los actores armados ilegales también han restringido la movilidad de los comunicadores que, viajando entre territorios, han sido retenidos por hombres armados que les exigen demostrar su rol con carnés de prensa. Ante eso, las autoridades indígenas empezaron a expedir los carnés.
Mabel habla de actores legales e ilegales porque la violencia que los comunicadores indígenas padecen ha venido también de parte de la Policía y el Ejército presentes en el departamento: también ellos, dicen Mabel, Harold y Natalia, han estigmatizado y agredido a comunicadores indígenas y obstaculizado su labor. “Hay unas agresiones que vienen de la fuerza pública, que pueden ser no violentas, pero que también restringen la labor de la prensa y que generan un ambiente de hostilidad no favorable para que los periodistas realicen su trabajo. Son obstrucciones al ejercicio informativo como que no los dejan entrar o no les permiten hacer cubrimiento”, asegura Viviana Yanguama, coordinadora del área de protección de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), desde donde se monitorean los casos de agresiones a periodistas en Colombia.
El Cauca ha estado desde hace años en la lista de los departamentos donde se registran más agresiones a periodistas en el país, pero este año, dice Viviana, “ha sido un poco raro”. En el último informe de la FLIP sobre agresiones a periodistas por grupos armados ilegales, el Cauca no tuvo los números altos que sí se registraron en departamentos como Arauca y Norte de Santander. “Y digo que es raro porque nosotros sabemos que en el Cauca sí hay una injerencia de grupos armados”, asegura. La razón a la que Viviana atribuye el fenómeno es una probable “autocensura” de parte de comunicadores y periodistas para no mencionar algunos temas o no denunciar hechos que ya ven como parte de su contexto. “Nosotros charlamos con un periodista en el Cauca hace unas semanas que nos decía que los grupos armados sí los están vigilando, y que no hay acciones directas en contra de la prensa, pero que como todo el contexto es tan hostil y tan difícil, no es necesario que haya algo directo contra ‘X’ periodista, sino que se entiende que hay que seguir unas reglas y que eso implica no hablar mal de esos grupos o no visibilizar algunas situaciones que están haciendo”, cuenta la experta.
La normalización de la violencia en el ejercicio periodístico y de comunicación en el Cauca la reconoce Andrés Córdoba, periodista caucano del municipio de La Sierra y profesor de periodismo en la Universidad del Cauca en Popayán, la capital del departamento. La presencia histórica de los grupos armados ilegales, asegura, ya ha acostumbrado a periodistas y comunicadores a saber que antes de ir a un territorio en busca de una historia hay que pedir permisos, ir acompañado, tomar precauciones ante la inevitable y ya acostumbrada sombra del conflicto armado.
“Para ir a hacer así sea un tema de medioambiente, o de turismo, algo muy distinto quizás a lo que [los grupos armados] trabajan, siempre hay unos riesgos, porque uno no sabe qué va a pasar con ellos, en qué momento les da por salir en el camino y hacer algo, o si uno puede quedar en medio de alguna confrontación. Quizás uno acá lo normaliza, no lo habla y no lo piensa hasta que preguntan. Yo creo que lo normalizamos mucho”, cuenta Andrés justo antes de relatar un par de incidentes en los que haciendo reportería en el Cauca tuvo encuentros tensos o supo que se había salvado por poco de encontrarse con actores armados.
El panorama es mucho más difícil para las y los comunicadores indígenas que describen su vida y labor en los territorios bajo un constante miedo, uno que además les llega por varios frentes del conflicto: mientras los grupos ilegales les acusan de ser colaboradores de la fuerza pública, ésta a su vez les ha acusado de ser colaboradores e incluso integrantes de las guerrillas. “Cuando vamos a abordar la Liberación [de la Madre Tierra] los comunicadores que están cubriendo la noticia son fotografiados y luego aparecen como que deben ser judicializados”, afirma Mabel sobre documentos oficiales de la fuerza pública en los que los comunicadores han sido identificados como sujetos buscados por la justicia.
La Liberación de la Madre Tierra ha sido precisamente uno de los escenarios de alto riesgo para los comunicadores indígenas en el Cauca. Dos de los cinco comunicadores que han sido asesinados en el departamento en los últimos 13 años, según los reportes del CRIC, fueron asesinados por disparos de la fuerza pública en medio de estas movilizaciones: María Efigenia Vásquez, comunicadora de 31 años de la emisora Renacer Kokonuko del municipio de Puracé, asesinada el 8 de octubre de 2017 por una munición disparada por el cuerpo antidisturbios de la Policía que le impactó en el pecho cuando registraba una ocupación en el predio de Aguatibia; y Abelardo Liz, comunicador de Corinto de 34 años que murió el 13 de agosto de 2020 tras ser impactado por una bala de fusil que fue presuntamente disparada por el Ejército en medio del desalojo de las comunidades del predio Quebradaseca cerca a Corinto.
En ninguno de los dos casos la fuerza pública ha asumido responsabilidad sobre los hechos. En el caso de Efigenia Vásquez aseguraron que probablemente se había tratado de una munición artesanal manipulada por los indígenas. En el caso de Abelardo, el Ejército ha evitado referirse a los posibles responsables de su asesinato, pero ha insistido en su versión de que los soldados no dispararon a la comunidad y que solo abrieron fuego al recibir disparos de las disidencias de las FARC que aseguran estaban infiltradas entre la comunidad indígena.
Sobre los responsables de otros dos asesinatos a comunicadores indígenas en el Cauca no hay tanta claridad.
Uno es el de Rodolfo Maya, comunicador de Radio Pa’yumat que denunció la presencia de los grupos armados y el reclutamiento forzado a jóvenes indígenas. Rodolfo fue asesinado el 14 de octubre de 2010 en Caloto, dos semanas después de haber sido amenazado y acusado de ser cabecilla de la guerrilla en unos rayones sobre un muro del municipio en el que además se ofrecía una recompensa de 20 millones por él. A Rodolfo, de 34 años, lo abordaron dos sujetos en una moto que le dispararon en su casa frente a su esposa e hija de siete años.
Y el otro caso es el de Beatriz Elena Cano, el asesinato que Natalia, Harold y Mabel recuerdan con un dolor vivo por tratarse del más reciente. Beatriz Cano fue una mujer paisa que vivió siete de sus 35 años en la zona rural de Santander de Quilichao, donde se dedicó a denunciar las violencias que sufría la comunidad indígena en Radio Pa’yumat, cuyo sitio web está encabezado por su retrato. Su asesinato ocurrió el 4 de junio de 2021, cuando el vehículo en el que se transportaba fue detenido en un retén de la Policía contra el que un grupo armado abrió fuego. En los hechos también perdieron la vida dos autoridades indígenas, dos oficiales de la Policía y fue herido César Galarza, otro comunicador de la ACIN.
Hasta hoy, solo uno de los cinco asesinatos a comunicadores en el Cauca ha encontrado justicia, el de Eider Arley Campo, miembro de la guardia indígena y comunicador de 21 años vinculado a la Emisora Piayó —del municipio del mismo nombre—. Su asesinato ocurrió el 5 de marzo de 2018, cuando atendió el llamado comunitario para rodear y recapturar a un hombre acusado de actividades con grupos armados ilegales que se había fugado de la casa del cabildo con la ayuda de otros dos hombres armados. Eider murió tras ser impactado en medio de una ráfaga de disparos. Los tres hombres fueron atrapados horas después por la guardia indígena de Pioyá, Pitayó, Jambaló y Quichaya, según el CRIC, y fueron condenados por la justicia indígena con penas de entre 20 y 40 años de prisión en la Cárcel de San Isidro de Popayán.
Los otros cuatro crímenes siguen impunes
Tras cada uno de esos asesinatos queda una estela de dolor e injusticia sobre los familiares de las víctimas, también comunidades consternadas y tejidos de comunicación amedrentados. Natalia Salazar era colega de Abelardo Liz cuando fue asesinado y recuerda que tras su muerte los comunicadores del tejido de comunicaciones de Corinto fueron enfáticos en denunciar su asesinato, una decisión que ella dice nació del dolor y la rabia, pero que estuvo cubierta de miedo. “Denunciamos directamente a los grupos armados que ese día hicieron parte de ese desalojo, a toda la fuerza pública y también a los grupos ilegales. Había comentarios, como cuentos de pasillos que no sabíamos si eran verdad, de que teníamos que estar en alerta, de que se iban a tomar el tejido de comunicación y que iban a sacar todos los materiales probatorios para eliminar evidencia. La guardia indígena estuvo muy pendiente, estábamos como protegidos por la guardia si algún evento llegase a pasar. También sacamos todo el material probatorio de ahí, lo llevamos a otra parte, lo guardamos en cuanta memoria haya para poder tener esa evidencia”, cuenta Natalia. La evidencia, que incluye el registro audiovisual que hizo el mismo Abelardo, hoy es una de las pruebas decisivas para demostrar la probable responsabilidad del Ejército en su asesinato, que aún es investigado en la Fiscalía General de la Nación donde ya se maneja la hipótesis de que el disparo vino de la zona donde estaba el Ejército. Esa entidad, por su parte, archivó su propia investigación al no encontrar, aseguran, ninguna prueba de mala conducta por parte de los soldados.
Un riesgo que aumenta ante la diferencia
Las profundas raíces del conflicto armado en el Cauca y la complejidad de su entramado son lo que ha marcado las violencias que sufren las comunicadoras y comunicadores indígenas. Pero las estigmatizaciones y agresiones que han recibido en su ejercicio vienen también de una visión occidentalizada de lo que se entiende por periodismo y que, entonces, se legitima y respeta. Bajo esa mirada, nutrida del desconocimiento de las diferencias y de no poca discriminación y racismo, lo que alcanza a reconocerse en el oficio de los periodistas mestizos de ciudad, se les niega a los comunicadores indígenas en lo rural.
“Nosotros que nos reconocemos como comunicadores comunitarios indígenas, y que muchas veces lo que hemos aprendido lo hemos aprendido empíricamente, pues no se da como ese reconocimiento que sí tiene un periodista cuando va a cubrir una noticia. A ellos se les reconoce como que no se les puede tocar, la libre expresión, pueden estar por cualquier espacio haciendo el cubrimiento”, dice Mabel.
En el ejercicio de los comunicadores indígenas se vuelven además porosos los límites que el periodismo se ha impuesto frente a eso que llama ‘objetividad’ e ‘imparcialidad’, conceptos que resultan cada vez más vacuos frente a un escenario de medios de comunicación cooptados por la institucionalidad y la corporatividad, y que mantienen el statu quo. En el ejercicio de comunicación indígena del norte del Cauca, el periodismo y el activismo —que en sus términos son más bien la comunicación y el liderazgo— se entrecruzan de una manera que podría alarmar a los más puristas de la tradición periodística, pero que bajo su cosmovisión no podría ser de otra manera. En el norte del Cauca, los comunicadores indígenas participan de lo que informan, meten las manos y hacen parte de las historias que cuentan, se espera de ellos que sean además guías activos de la comunidad y que ayuden a liderar los procesos que nacen de los mandatos de las autoridades indígenas.
En palabras de Mabel: “No somos los comunicadores que vamos a extraer la información. Si hay que cubrir una minga, pues trabajamos con la comunidad y ahí vamos recogiendo el material. Si hay que estar hasta la noche o pasar dos días de seguido, ahí estamos acompañando la comunidad (…) La comunidad hoy nos reconoce y nos pide que acompañemos las actividades que hacen, no solo visibilizar el tema del conflicto armado y denunciar, que sí es importante, pero también esas iniciativas de paz que caminan las comunidades en los territorios”. En esa compenetración con la comunidad, los actores armados desconocen a los comunicadores indígenas de la forma en que probablemente reconocen a otros periodistas que ejercen en otros contextos culturales.
No es la única diferencia que los ha hecho blanco de agresiones por parte de los grupos armados. La fuerte red de tejidos de comunicación en el norte del Cauca también le ha garantizado a los pueblos indígenas poder informar a sus comunidades sobre las inseguridades en el territorio y poder, a su vez, organizarse, blindarse y hacerle frente a esas “desarmonías”, como se refieren a los actos que perturban la tranquilidad. Así han visibilizado y denunciado lo que periodistas de los centros urbanos del Cauca no se han atrevido y se han convertido, en el camino, en objetivos también diferenciales de los grupos armados.
“El periodismo local ha hecho una apuesta muy cómoda y es pegarse al oficialismo”, asegura Andrés Córdoba sobre el tipo de periodismo que predomina en las zonas urbanas del Cauca y que es un fenómeno extendido en el periodismo regional en Colombia. “Creo que todos conocemos esa práctica en la que los medios locales van y le dicen al gobierno de turno: ‘Tengo esto, deme la pauta y todo bien”. Y acceden”, afirma Andrés, que a la vez reconoce los desafíos económicos y de seguridad en la región que ha llevado al periodismo a encontrar en el oficialismo una protección ante esas circunstancias. “Los que tratan de retratar la realidad y de narrar lo que pasa en las regiones, los colegas de la ACIN y de las emisoras comunitarias que quizás tienen una mirada más crítica por la defensa y la lucha del territorio, se ven más expuestos y tienen un riesgo un poco mayor”, asegura el periodista.
Conscientes de ese riesgo, los tejidos de comunicación indígenas del Cauca han creado sus propias estrategias de protección. Mabel cuenta que, por ejemplo, entre los comunicadores indígenas no hay afán de reconocimiento individual y las notas las firman como colectivo, una forma de distribuir la atención de los actores armados y no personalizar sus persecuciones. Pero para ella, al igual que para Harold y Natalia, la mayor protección es la que encuentran en sus tradiciones espirituales. Los rituales que hacen los mayores, dicen, son su mayor guía de defensa y cuidado frente a la hostilidad en la que navegan, una cosmovisión que tiene todo que ver, de hecho, con su forma de entender la comunicación misma.
“La comunicación propia para nosotros como pueblos indígenas no son los medios tecnológicos, aunque son herramientas muy importante para visibilizar”, dice Natalia, “la comunicación para nosotros parte desde la madre naturaleza, de lo que nos comunica el canto de las aves, lo que nos comunica el viento, la lluvia, lo que comunica el trueno. Todo esto es una forma de comunicación”.
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