Seis años de elefantes blancos y una nación sin agua
Por: Dejusticia (Marcela Madrid, Ivonne Díaz, Paulo Ilich Bacca y Dayanna Palmar Uriana)*
I.
El miércoles en la ranchería de Media Luna Jawou es el día de lavar el uniforme. Cuando terminan las clases, los alumnos internos del colegio salen de los salones en medio del desierto y hacen fila detrás de un tanque que tiene una pequeña llave. Cada uno carga un balde marcado con su nombre y lo llena hasta la mitad. Esa lavada tiene que alcanzarles hasta el siguiente miércoles.
Algunos de ellos no estudian en salones de cemento ni de yotojoro, la madera que los wayuu extraen del cactus para construir sus rancherías. Ante la falta de infraestructura, tres cursos reciben clases al aire libre: ubican una decena de sillas frente a un tablero debajo del trupillo más cercano, que con su tímida frondosidad intenta cubrir los rayos del picante sol guajiro.
Así toman la cátedra de Paz y Constitución los estudiantes de noveno grado. Desde su salón a la intemperie, su maestro busca que entiendan los mecanismos para hacer valer sus derechos. Mecanismos que, en 2017, llevaron a que los magistrados de la Corte Constitucional emitieran la sentencia T-302, en la que confirmaron que el pueblo wayuu vivía una crisis por la desnutrición infantil y ordenaron medidas estructurales para resolverla.
Cinco años después, el 27 de abril de 2022, un equipo de periodistas e investigadoras de Dejusticia visitamos Media Luna Jawou, en Uribia, y otras rancherías del extremo norte del país, para entender por qué la muerte de niños por desnutrición continuaba y comenzaba a aumentar. En 2021, el Instituto Nacional de Salud había reportado 41 fallecimientos de niños menores de cinco años por causas asociadas al hambre, una cifra que se duplicaría y cerraría el 2022 con 85 muertes, sin contar el elevado subregistro que caracteriza a este fenómeno.
[Te invitamos a leer el reportaje: ‘Tumbas sin nombre: los niños mueren por desnutrición en La Guajira y nunca son reportados’ y la columna ‘Las grietas en la información sobre el hambre en Colombia’]
En Media Luna nos recibió su autoridad tradicional, Marbelys Ipuana, de 32 años. Ella es la responsable de una comunidad conformada por 15 familias y un colegio que recibe a 464 estudiantes, cien de ellos internos. Hasta ese momento, gran parte de su trabajo era exigirles a las autoridades la reparación de un pozo profundo que instaló en 2016 el gobierno de Juan Manuel Santos en su comunidad y que llevaba tres años sin funcionar.
Se trata de una imponente infraestructura conformada por tres enormes tanques, una planta desalinizadora y varios paneles solares. De ese pozo dependen las familias de Media Luna, sus estudiantes y otras 12 comunidades aledañas. En época de sequía, que es casi todo el año, también tendrían que sacar de ahí para limpiar los salones, darles de tomar a los chivos y, claro, calmar la sed que nunca desaparece.
Pero, ante el abandono del pozo, todo eso tenía que hacerse con los 10 mil litros de agua que les enviaba la Alcaldía de Uribia cada semana. Esa cantidad no solo era insuficiente, sino que el carrotanque no siempre llegaba y nadie explicaba por qué, como ese miércoles que visitamos Media Luna. Marbelys no parecía sorprendida, nos contó que ya estaban preparados para eso:
—¿Cómo hacemos? Tratamos de ahorrar. Ahorramos todo lo que se pueda. Por ejemplo, si un niño consumía un balde para su aseo personal, ya no es un balde sino medio balde, o menos. Todo se reduce.
Un informe del experto en agua Felipe Núñez, constató los reclamos de Marbelys: “Un cálculo rudimentario solo con base en los 464 menores que asisten a la escuela arroja una cantidad promedio de agua de 2,1 litros por menor por día (…) La cantidad mínima recomendada por la OMS para hidratación es de 5,3 litros por persona al día”. Los niños de Media Luna estaban creciendo con sed.
A Marbelys la conocimos unos meses atrás, el 24 septiembre de 2021, cuando acompañamos a una comisión de magistrados de la Corte Constitucional que querían verificar en terreno el cumplimiento de la sentencia.
Ese día, en un discurso pausado y firme, Marbelys les contó a tres magistrados auxiliares la historia del pozo que había inaugurado el Departamento de Prosperidad Social y que duró menos de dos años funcionando.
—El pozo se dañó en febrero del 2018 y estamos a 2021. Es un elefante blanco y toda la infraestructura está deteriorada.
El elefante blanco de Media Luna es uno de los 29 pozos desalinizadores que construyó el gobierno de Juan Manuel Santos para aumentar el acceso al agua en La Guajira. Al momento de nuestra visita, 26 de ellos estaban igual que el de Media Luna: habían dejado de servir por falta de mantenimiento, según un informe de la Veeduría Ciudadana de la Sentencia T-302, divulgado en 2021.
En el acta de entrega del pozo, que Marbelys atesora como prueba de su lucha, el entonces alcalde de Uribia comprometió al municipio con “la sostenibilidad de la obra”. Uno de los apartados establece, por ejemplo, que la Alcaldía debe incluir en su plan de inversiones un presupuesto necesario para el mantenimiento del pozo.
A pesar de eso, los funcionarios de la Alcaldía no lograron explicar a los magistrados de la Corte por qué el pozo llevaba tres años sin servir. El secretario de Planeación de Uribia se limitó a afirmar que cuando realizaron el empalme con la administración anterior, este pozo “no lo relacionaron en ninguna de las actas; nos estamos enterando apenas”.
Ante esas palabras, Marbelys respiró profundo, frunció el ceño y miró de reojo al funcionario. Guardó silencio. Sabía que esa afirmación era, por lo menos, cuestionable. Podía demostrarlo con el acta de entrega que tenía en su celular o con los oficios que presentó meses atrás ante la Secretaría exigiendo soluciones. Pero guardó silencio.
Siete meses después de la visita oficial nada había cambiado. La ranchería seguía dependiendo del carrotanque y la administración sin responderle a Marbelys, pese a que ella les ha demostrado que la administración sí tenía registro de la existencia del pozo.
Hoy, de los 29 pozos, son ocho los que funcionan, pues en diciembre de 2022 cinco de ellos fueron reparados, entre esos el de Media Luna. Sin embargo, las comunidades temen que vuelvan a convertirse en elefantes blancos, pues nadie se hizo responsable de asumir el mantenimiento de las obras.
II.
De niña, Olimpia Palmar, de 36 años, sentía que buscar agua en el desierto era un acto mágico. Empezaba cavando con las manos un hueco de unos 30 centímetros en la arena y luego tomaba una tapara (taza hecha de la fruta del totumo) para extraer el agua. Cuando presionaba el suelo a esa profundidad, la magia ocurría: la tierra empezaba a emanar agua transparente.
Esta práctica ancestral en busca de agua, que hoy siguen usando las comunidades en la Alta Guajira, tiene su protocolo de recolección y sus personajes protagonistas: las familias wayuu. Tías, madres, hijos, sobrinos y primos, asistidos por los burros de carga, se conectan con el territorio y sus puntos hídricos de agua dulce.
Para los wayuu, el agua hace un tejido debajo de la tierra después de cada lluvia. Y, según Olimpia, el territorio mismo es un tejido de cohabitación entre gente humana, gente no-humana y espíritus, hilado a través de puntos de agua como los que trazan los ríos que sirven para el consumo humano, y los jagüeyes, esos pozos de agua natural que son fuente de agua para los chivos y otros animales.
Las familias wayuu pasaban los tiempos de sequía en busca de agua en afluentes del río Ranchería, la principal fuente hídrica de La Guajira, mientras que en tiempos de lluvia sembraban fríjoles, ahuyamas y maíz. Pero las circunstancias han cambiado y el Ranchería ya no es esa fuente poderosa de agua que solía ser. Con la llegada de El Cerrejón, la mina de carbón a cielo abierto más grande de América Latina, llegó también la contaminación y el desvío de al menos 26 de sus arroyos, como Aguas Blancas, Cerrejoncito, La Puente, entre otros, según información de Alianza Biodiversidad.
En 2010 llegó una nueva esperanza para los wayuu con la inauguración de la represa El Cercado. Esta iniciativa, que lideró el gobierno de Álvaro Uribe a través del Incoder, prometió usar las aguas de la cuenca alta del río Ranchería para abastecer a la población de siete municipios, entre ellos Manaure y Uribia, a través de acueductos y sistemas de riego.
Pero la realidad es que El Cercado solo ha beneficiado el monocultivo de la palma de aceite en la región y ha servido como abastecimiento de agua a la mina El Cerrejón.
Mientras tanto, la vulnerabilidad del pueblo wayuu para acceder al agua se exacerba día a día. Hoy solo el 24 % de la población en los municipios priorizados por la Sentencia T-302 de 2017 (Riohacha, Manaure, Maicao y Uribia) tiene acceso a agua potable, según datos del Ministerio de Vivienda.
Ya no es la tierra la que esconde el agua, como en los tiempos de infancia de Olimpia. Ahora son los proyectos extractivos que, a cambio de la explotación de recursos y la ganancia económica, la acaparan y contaminan.
A esto se suma el cambio climático. En La Guajira este fenómeno se ha hecho sentir de forma severa con veranos más secos, temperaturas altas y temporadas de lluvias con inundaciones en casi todos los municipios. Aunque la Alta Guajira es un desierto, las conversaciones con los habitantes más adultos dejan ver un recuerdo común: hace 30 años había excelentes cosechas y suficiente agua para mantener el equilibrio ambiental del territorio.
Weildler Guerra, antropólogo guajiro y miembro del clan Uriana, explica que los wayuu idearon un sistema de recolección de agua en jagüeyes para enfrentar las intensas sequías. Pero estos grandes huecos que hacen en la tierra para almacenar agua de lluvia ya no son suficientes, pues se suelen secar después de un año y las sequías han durado hasta tres años. Los animales y los pastos se mueren, se acaba la actividad agrícola y las familias se quedan sin las pequeñas huertas, las frutas y los vegetales para la recolección. Las frutas autóctonas como el trupillo, que los wayuu consumían en mazamorras y arepas, se han reemplazado en gran medida por la gaseosa, la harina pan y el espagueti que venden en las tiendas.
El acto mágico de encontrar agua bajo la tierra quedó en el pasado. Hoy las comunidades dependen de la infraestructura que decida implementar el gobierno nacional de turno y de un milagro para mantenerlas operando. Lejos están los tiempos en que el agua se encontraba al alcance de una tapara.
III.
A los pocos minutos de llegar a la ranchería de Atapu, en Manaure, varios niños entre cinco y ocho años se nos acercaron a pie y en bicicleta. Cargaban unas pimpinas con las que esperaban ansiosamente recoger agua, pues hacía más de tres semanas no pasaba el carrotanque que abastece la pila pública, su fuente de agua potable.
Las pilas públicas fueron la principal apuesta del gobierno de Iván Duque para cumplir con el derecho al agua que exige la sentencia T-302. Son módulos que obtienen agua de un pozo profundo, la procesan mediante plantas purificadoras y la sacan en unos grifos donde las comunidades llegan a abastecerse. Esas pilas principales abastecen a otras pilas aferentes (como la de Atapu) mediante carrotanques.
A través de una estrategia llamada Guajira Azul, el Ministerio de Vivienda prometió en 2018 instalar 24 módulos de pilas públicas en Manaure, Riohacha, Maicao y Uribia. Hoy solo cinco de ellas están operando y tuvieron una inversión cercana a los $25 mil millones.
En el caso de Atapu, la pila debe proveer de agua potable a 22 comunidades, cada una conformada por unas 200 familias. Cada familia tiene derecho a recibir 40 litros de agua hasta que el camión cisterna recargue nuevamente la pila, lo que debería ocurrir semanalmente, pero a veces se alarga durante meses.
El agua es utilizada solo para consumo humano, pues no alcanza para sembrar ni para actividades domésticas como bañarse o lavar la ropa. Y mucho menos para rituales sociales. Si una familia quisiera hacer chicha (la bebida tradicional wayuu a base de agua y maíz), debería destinar la mitad del agua entregada para ello. Y allí aparece una nueva víctima de esta crisis: la costumbre wayuu de tomar la chicha en familia, lo que afecta a su vez, la tradición de encontrarse y compartir.
Rafael Pushaina, autoridad ancestral de la ranchería Atapu, nos confundió con funcionarios del Viceministerio de Agua y comenzó a quejarse por el retraso del carrotanque.
Pushaina nos narró en wayuunaiki las interminables diligencias que lo tenían de oficina en oficina y de funcionario en funcionario averiguando por qué la pila no tenía agua. Primero se fue hasta Riohacha para hablar con la representante legal de la Asociación de Usuarios, una figura creada para que las autoridades wayuu de las comunidades beneficiadas reciban el dinero de las alcaldías y pongan a funcionar la pila. Ella le respondió que el desabastecimiento se debía a que no tenían recursos para pagar el agua.
Luego Rafael se dirigió a la empresa de servicio público de agua de Manaure, Triple A, encargada de abastecer los carrotanques y transportar el agua a las pilas aferentes. La empresa respondió que no era un problema de pago, sino que no habían reportado que en la comunidad no estaba llegando el agua de Casa Azul, la pila principal que abastece a la de Atapu.
A la desconexión del municipio con la realidad de la ranchería se suma la dependencia que tienen las pilas de los camiones cisterna. El desierto es una hoja en blanco y la única manera de ubicarse es con un local que conozca el terreno, los caminos, las rancherías, los clanes, los arroyos.
En temporada de lluvias, los camiones no pueden acceder a las rancherías donde están las pilas, pues deben pasar por trochas convertidas en arroyos y corren riesgo de tener accidentes. No es raro que se dañen y que sea costoso y demorado repararlos. El problema es que no existe un responsable ni un rubro presupuestal para el mantenimiento de los carros. El Estado ha utilizado esta dificultad para justificar la ausencia de agua por semanas.
Después de nuestra visita, el carrotanque volvió a abastecer a la ranchería de Atapu, pero pronto las lluvias y el mal estado de las vías los devolvió al círculo vicioso de la falta de agua.
IV.
La última ranchería que visitamos fue Wimpeshi, ubicada en la frontera entre Colombia y Venezuela. A medida que nos adentramos en los caminos que conducían al lugar, comenzamos a encontrarnos camiones, herramientas, empleados y vías pavimentadas por las que transitaba la maquinaria pesada hacia los proyectos de energía eólica que se alzan al norte del departamento.
La pila de Wimpeshi hace parte de Guajira Azul y su construcción fue financiada por la empresa ENEL Green Power, una multinacional italiana de energías renovables, bajo la modalidad de “obras por impuestos”. Esta figura consiste en que los pagos al impuesto de renta que la empresa tiene la obligación de tributar ante el Estado son ejecutados directamente en obras públicas.
La construcción de la pila por parte de ENEL no fue filantropía ni responde únicamente a un interés tributario. La empresa hace presencia en La Guajira desde 2014 para construir tres parques eólicos, uno de ellos en Wimpeshi. En ellos instalarán cientos de aerogeneradores que pretenden aprovechar los feroces vientos del norte para abastecer de energía a gran parte del país.
Yabri González, autoridad ancestral de Wimpeshi, nos contó que su primera desazón con la pila pública fue con su sostenibilidad. La estructura fue inaugurada en febrero del 2021 en una ceremonia que incluyó al expresidente Duque. Después de eso, las alcaldías de Maicao y Uribia se desentendieron y al momento de nuestra entrevista no habían entregado el dinero con el que se habían comprometido para el mantenimiento (en enero de 2023, las alcaldías ya habían girado los recursos).
Juliana Amaya, vocera de ENEL, nos explicó que la empresa no se comprometió a sostener permanentemente la pila de Wimpeshi, lo hizo solamente hasta julio del 2022. Después de eso, les aclararon a las comunidades que solo prestarían su ayuda para gestionar ante las instituciones los reclamos por los retrasos en los pagos. Así que, una vez más, los wayuu quedaron a merced del desorden institucional.
Antes de que ENEL construyera la pila, ante la falta de agua potable, Yabri llegó a beber agua del pozo que toman los animales para calmar la sed. Gracias a la obra, ya no tiene que llegar a esas medidas desesperadas, pero dice que el proyecto energético no le gusta y lamenta que su pueblo no haya tenido otra opción que aceptar la llegada de la multinacional bajo unas condiciones que, según cree, transformarán negativamente su territorio.
Al preguntarle por la consulta previa, ella acude a la palabra “ansiedad”. Este procedimiento es un derecho que tienen los grupos étnicos a ser consultados sobre cualquier proyecto que se pretenda implementar en su territorio y que los afecte de alguna manera. Como Wimpeshi está en el área de influencia directa del parque eólico, se hicieron consultas previas que terminaron en la construcción de tres pilas públicas.
Yabri recuerda que eran evidentes las ansias de la empresa por empezar el proyecto, pero también la incomprensión hacia las normas y las costumbres wayuu. En medio de las consultas, intentó explicarles a los funcionarios de los parques eólicos que los wayuu se rigen por su cosmología y derecho propio, pero ellos solo entendían los términos de Corpoguajira o de la ANLA, pasando por encima de su cultura, su espiritualidad y su territorio.
En este caso, las comunidades sostienen que el proceso de consulta previa estuvo permeado por la desigualdad entre las partes y la necesidad de la población wayuu. Desde el inicio Yabri se opuso al proyecto, pues no solo iba a padecer el ruido de los aerogeneradores, sino que su entorno se transformaría visualmente.
—Yo dije que no, que no y que no. Pero me agarraron por la parte más débil, y me dijeron: “Te damos la pila, la enramada y el sistema de agua”. Al final hicimos la consulta. Es el agua, creo, la peor debilidad que tengo.
A pesar de que Yabri reconoce la desigualdad con la que negociaron las consultas previas y que los parques eólicos generarán un daño irreversible en su territorio, siente alivio al tener por primera vez agua potable en su ranchería.
La ONG Indepaz ha denunciado en sus informes que “la mayoría de las comunidades que tendrán de vecinos a los aerogeneradores se quejan de consultas previas amañadas y de tratos injustos por parte de estas”.
Ante esta crítica, la vocera de ENEL responde que “no estaría de acuerdo en que fue una negociación desigual porque nos basamos en las directrices de consulta previa del Ministerio del Interior y del Gobierno Nacional”.
Desde Media Luna Jawou, Marbelys comparte su experiencia agridulce con la empresa. En diciembre de 2022, el presidente Gustavo Petro reinauguró presencialmente el pozo de la comunidad gracias a una alianza con ENEL, que puso 360 millones de pesos para arreglar la obra, un valor muy cercano a lo que costó originalmente.
Pese a la alegría por ver el pozo funcionando, Marbelys nos dijo que la empresa no consultó con su comunidad la pavimentación de la vía que conduce del casco urbano de Uribia al parque eólico de Windpeshi y que pasa por Media Luna. “Las empresas que entran a nuestro territorio lo que generan en las comunidades son conflictos e indiferencias”.
Media Luna no hace parte de las comunidades de influencia directa de los parques eólicos, pero sí es una de las 39 comunidades aledañas a la vía por donde pasa la maquinaria. Según Juliana Amaya, de ENEL, el impacto del proyecto en las comunidades de la vía no es directo, como ocurre en Wimpeshi, por eso no realizaron consultas previas con ellas.
Al preguntarle por qué decidieron entonces reparar el elefante blanco de Media Luna, resumió las razones detrás de esta inversión: “Diariamente pasamos por ahí y si las comunidades deciden que no podemos pasar, es imposible. Para nosotros es importante mantener el buen relacionamiento con todas las comunidades de la vía. Eso es lo que hacemos a través de estrategias sociales”.
La sensación que existe hoy entre las comunidades wayuu es que los nuevos proyectos de energía renovable, que se inscriben en las apuestas de transición energética del gobierno Petro, parecieran regirse por las mismas lógicas verticales bajo las que se establecieron los proyectos de la era Santos y Duque.
Para el profesor Weildler, los proyectos de energías renovables tienen la misma dinámica extractivista que los de carbón y gas. Es como si la cultura del pueblo wayuu no existiera y la historia de extracción de los recursos naturales se repitiera interminablemente, ya que estas empresas no se sienten obligadas a responder las preguntas naturales de una ciudadanía que interpela.
—Les he preguntado -dice Weildler- (a la ANLA, el Ministerio del Interior y el Ejército) exactamente ¿cuántos estudios de impacto ambiental se han hecho de los parques eólicos? ¿Cuáles son las variables que se analizan? ¿Cuál es su dimensión social? ¿Cómo está el capítulo arqueológico y el capítulo territorial de la organización social? ¿Cómo está valorado el paisaje? ¿Qué percepción tienen los wayuu de los vientos, del paisaje? Nada, pero es porque La Guajira es vista como un baldío nacional deshabitado donde no hay consulta.
En medio de este nuevo ciclo de tensiones entre las multinacionales de la energía y el pueblo wayuu que defiende su territorio ancestral, la gran pregunta de fondo la enunció el mismo presidente Petro durante la inauguración del pozo de Media Luna.
—Lo primero es preguntarnos por qué dejó de funcionar y quién sabe cuántas centenares de obras más en el tiempo. Si esa pregunta no la resolvemos, todo lo que hagamos ahora también va a dejar de funcionar. Se repite el ciclo, incluyendo este pozo.
Libardo Pushaina, líder y traductor entre el mundo indígena y no-indígena, ofrece una respuesta a la pregunta del Presidente. Libardo considera que para superar la crisis humanitaria que vive su pueblo es necesario construir un plan de vida comunitario y eso solo se logrará mediante un diálogo entre el gobierno nacional y el gobierno indígena, en el que la perspectiva wayuu sea tomada en serio para construir soluciones culturalmente adecuadas.
En este plano, Libardo ubica a un enemigo que acecha a la unidad wayuu: se trata de un ser evocador de males y enfermedades que busca el sufrimiento del pueblo y la pérdida de su vitalidad y que en idioma wayuunaiki es conocido como Wanülüü, un término que no se puede traducir de forma literal. En la cosmología wayuu, es un ser de terror que acecha en las noches a los jinetes solitarios, que se roba a los burros y hace perder a los niños, que trae la muerte y la desolación los días siguientes a su aparición.
—Ya los viejos lo veían… Lo vienen visionando desde hace más de 40 a 50 años (…) Es una enfermedad muy rara la que ellos predecían. Una enfermedad que va a destruir el futuro, la generación del wayuu—, menciona Libardo.
Una enfermedad que tiene como síntomas el abandono estatal, la muerte de niños y niñas, la desigualdad material y el racismo estructural que sigue padeciendo su pueblo. Las promesas de soluciones aparecen cada tanto, pero nada perdura, y los wayuu siguen sufriendo.
*Está crónica forma parte del especial «Hablemos de La Guajira y las muertes no contadas» producido por Mutante con apoyo de La Liga Contra el Silencio. También puedes leer el reportaje «Tumbas sin nombre: los niños mueren por desnutrición en La Guajira y nunca son reportados«.
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