Las víctimas de la selva: así trafican con migrantes en Necoclí
Por: José Guarnizo, de Vorágine, con el apoyo de La Liga Contra el Silencio. Fotografías: Pedro Anza/Cuartoscuro.com
Nadie quisiera imaginar el terror que sintió la niña cuando se descubrió sola en la selva colombiana, en un país extraño para ella. En un rincón del planeta donde se escucha el eco de las fieras, los monos aulladores y los cerdos salvajes. Quien haya pisado el Darién sabe que la jungla grita por las noches.
Cruzar la frontera entre Colombia y Panamá, a pie, a través de esta cadena de montañas, toma seis o siete días de camino. Son 70 kilómetros entre Capurganá y la población panameña de Metetí. En la zona llaman a esa travesía “el paso de la muerte”. Parece poca distancia para tantos días de jornada, pero hay que sortear muchas lomas y precipicios. Algunos ascensos parecen muros para escalar. Además de lo que significa huir de jaguares, pumas, venados, serpientes y otros animales de monte.
Los migrantes, guiados por los ‘coyotes’ que se lucran con su tráfico, deben enfrentar la humedad, el hambre y la sed. Tienen que transitar por trochas sinuosas donde han muerto hombres y mujeres por simple cansancio, o arrastrados por los ríos crecidos. En algunos descampados se han visto cadáveres cuyo rescate ha sido imposible.
Estas muertes pocas veces son conocidas por las autoridades. En ocasiones circulan entre los migrantes videos hechos con teléfonos. El ministro de Seguridad Pública de Panamá, Juan Pino, confirmó en junio de este año la muerte de al menos doce caminantes que fallecieron en la frontera del Darién.
“Ayúdame, ayúdame”, dijo la niña haitiana cuando la encontraron. La voz le salía arrugada, como si hubiera llorado toda la noche. Varios cubanos que iban por la trocha la hallaron sola en un punto de la selva difícil de situar en el mapa. “¡Mamá, mamá!”, gritaba desorientada, mientras intentaba no resbalar sobre los troncos.
“Gracias, gracias”, decía en un castellano que tal vez aprendió en Chile, por donde miles de haitianos han pasado este año antes de llegar al golfo de Urabá. “¡Mamá!”, seguía gritando. Un migrante de Cuba la tomó de la mano para tranquilizarla. “Gracias”, respondió ella.
Era una niña negra, de unos seis o siete años, trenzas con moños de colores y el pelo a la altura de las orejas. Llevaba una blusa fucsia. “Ayúdame, ayúdame”, decía. Tenía las piernas embadurnadas de lodo. El cubano la alzó contra su pecho como se levanta a un hijo triste. “Mira a la cámara”, le dijo el hombre.
Así quedó fijada la imagen de la soledad en la selva, la de una niña sola en la selva. En ese retrato se encontraron dos mundos por azar, en dos personas que intentaban huir de sus países a un precio muy alto. La niña y el cubano se miraron luego frente a frente, con esa cara de espanto de no saber qué va a pasar.
Otro migrante que venía en la fila habló a la cámara: “Dicen que en la selva puedes encontrar cosas malas. Lo más malo que te puedes encontrar en la selva es una niña abandonada. O un muerto. Eso es lo más terrible que se puede encontrar uno en la selva”, dijo con ironía.
Después las imágenes mostraban a la niña sentada junto a un río. El cubano —acuerpado, de gorra, morral al hombro y sudor en la cara— le quitaba el barro de las piernas. “Vamos a esperar a ver si viene tu mamá, ¿oíste?”, le decía. “Qué pinga, brother”, se escuchó que alguien decía fuera de cámara. Alrededor otros cubanos descansaban. Todos con mochilas y gestos de desencanto. Al fondo se escuchaba la selva.
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Sobre el muelle de Capurganá, Chocó, en la frontera con Panamá, está un funcionario regional de la Defensoría del Pueblo. Mientras el sol le golpea la cara, escudriña con el dedo su teléfono. Muestra el video de la niña en la selva y dice que este no es nuevo. Las imágenes aparecieron por primera vez en un grupo de cubanos en Facebook en junio de este año. La noticia fue replicada por varios portales de ese país. Pero el destino de la pequeña y el de sus padres nunca se conoció. El paso de migrantes por esta zona en condiciones inhumanas ocurre desde hace unos veinte años, pero hizo crisis en 2021, en parte impulsado por la pandemia.
Este año, hasta inicios de septiembre, Migración Colombia ha recopilado información de 67.000 migrantes irregulares que han pasado por el golfo de Urabá. Son irregulares, y no ilegales, porque emigrar sin documentos no es un delito.
En 2020, cuando se cerraron las fronteras, solo quedó registro de 3.922 de estos extranjeros que pasaron por el país. Este puede ser el año con la mayor cifra de toda la historia, si se tienen en cuenta los números oficiales. En 2006 apenas fueron registrados 43 migrantes. Pero los casos subieron: en 2014 hubo 2.111; 8.855 en 2015 y 33.981 en 2016. El incremento, dice Wilson Patiño, director de Migración Colombia en Antioquia, tiene que ver con una medida del gobierno, que le dio a cada migrante un salvoconducto para transitar por el país unos días.
Esto ayudó a crear un registro más aterrizado. Pero sigue siendo inexacto, pues en la zona dicen que las cuentas de Migración Colombia no dan: hay razones para creer que el número es más alto. Muchos migrantes no piden el salvoconducto. Simplemente llegan, buscan a los ‘coyotes’ y siguen su camino sin dejar rastro.
Pero no se trata de números, sino de personas con historias a cuestas. ¿De dónde vienen y hacia dónde van? Esa es la pregunta que suele hacerse cada vez que Necoclí figura en los medios de comunicación.
En julio de 2021 este pueblo turístico de 70.000 habitantes, situado en el occidente de la costa Caribe colombiana, volvió a ser noticia con imágenes que mostraban a miles de migrantes apiñados en el puerto, desesperados por subirse a un bote. Este es un paso obligado para el extranjero que quiere llegar a Panamá. Desde allí deben seguir su travesía en lancha hasta Acandí o Capurganá, en un trayecto de 60 kilómetros donde han muerto decenas de migrantes. Vorágine ha reconstruido al menos dos naufragios que han quedado en el olvido.
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Las imágenes de Necoclí atiborrado de migrantes mostraban a niños y adultos, casi todos negros. La mayoría eran haitianos. Unos 10.000 estaban allí atrapados a mediados de julio sin poder continuar su ruta por el mar. La historia se repitió a comienzos de septiembre, pero esta vez eran 14.000. El alcalde Jorge Tobón habló de una crisis sanitaria, de servicios públicos y de arriendos.
Dos empresarias del turismo, preocupadas por el bajón de visitantes, se mostraron descontentas por la forma en que la prensa informó sobre la crisis migratoria. Decían que en el pueblo había habitaciones disponibles en sus casi ochenta hoteles. Las empresarias negaron la crisis, dijeron que los migrantes estaban alojados en casas y que había servicios para todos. Migración Colombia inicialmente negó lo que estaba sucediendo; pero pocos días después, cuando llegaron a Necoclí periodistas de varios países, reconocieron el problema.
¿Por qué se represaron 10.000 migrantes a fines de julio, y luego 14.000 a comienzos de septiembre? Al menos dos razones saltan a la vista. La primera es climática. Diariamente están llegando a Necoclí más de 1.000 haitianos, cubanos y africanos. Si un día el mar amanece picado, los viajeros se acumulan y no hay suficientes lanchas que presten el servicio en los días siguientes.
El segundo motivo está en las dinámicas del tráfico ilegal de migrantes. Si quienes manejan las rutas consideran que el ambiente está tenso, como ocurrió en julio y septiembre, les prohíben a los ‘coyotes’ salir con migrantes hacia el Darién durante ciertos días. Esto ocurre cuando hay mucha presencia de autoridades, algo inusual: Acandí y Capurganá son dos pequeños pueblos costeros con menos de 20 policías. Esta es una de las tantas fronteras olvidadas de Colombia.
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En los últimos años la migración haitiana ha crecido en desbandada. De los 67.000 migrantes que, según el gobierno, pasaron este año por el Urabá, más de 50.000 eran de ese país, mientras que solo 4.700 venían de Cuba. Luego disminuyen los casos por nacionalidades: 431 de Senegal, 274 de Ghana, 216 de Angola y 88 de Guinea.
La mayoría de haitianos vienen desde Chile. A ese país comenzaron a llegar por miles tras el terremoto de 2010. Cada año el número aumentó. En 2017 entraron más de 100.000. La migración no se detuvo y estos hombres y mujeres terminaron deambulando por toda Suramérica. Los haitianos fueron la mano de obra mal paga de toda la infraestructura para el Mundial Brasil 2014 y los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en 2016. Chile se benefició durante años del trabajo de los haitianos y les otorgó residencia y refugio como estatus legal.
Pero en 2018 ese país decidió pedirles visa a los haitianos, y cerró las puertas aduciendo problemas de integración. Con la pandemia se acabaron los puestos de trabajo y comenzó el éxodo. Los haitianos tuvieron que recorrer más de 8.200 kilómetros en busca de un lugar donde sobrevivir. Esa es la distancia entre Santiago de Chile y el primer punto en la frontera sur de Estados Unidos. Colombia está en la mitad.
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Salomón Pierre, un haitiano de piel negra brillante, musculoso, de facciones delicadas y con una barba ensortijada, llevaba tres semanas en un hotel de Necoclí. Parecía un modelo de revista. Sentado frente a la playa dijo algo que no suele publicar la prensa:
—El haitiano no llega aquí pobre. Cada haitiano viene con 2.000 o 3.000 dólares para este viaje. Nosotros no dormimos en la calle. Cada persona busca un hotel y lo paga. Los cubanos en cambio pasan y se van porque no tienen plata. Y aquí nos quedamos dos o tres semanas como turistas mientras encontramos la mejor forma de irnos. Pero el sistema no quiere esto. El sistema internacional nos maltrata, nos usa como la peor mano de obra.
—¿Hasta dónde quieres llegar? ¿Vas en busca del ‘sueño americano’?
—Estados Unidos es un país de negocios y yo no quiero plata; quiero conocimiento, saber el porqué de las cosas. Por eso intento ir a Canadá. Ese es un país que respeta la raza humana. Estados Unidos usa al migrante; Canadá le da oportunidades y no importa si eres negro o blanco —dice.
Muchos testimonios de haitianos en el Urabá dicen que la vida en Chile era dura e indigna. Todos hablan de racismo. Esos 2.000 o 3.000 dólares que menciona Salomón son sus ahorros tras cinco años de trabajos extenuantes y precarios.
De ese dinero viven las redes de tráfico de migrantes y los policías colombianos que extorsionan a estas personas por dejarlas seguir, aunque el salvoconducto de Migración Colombia debería permitir a los extranjeros transitar libremente. Colombia es una de las estaciones más infernales de Suramérica.
Agbanzo Ayite Edem tiene 34 años y nació en Togo, un país de África occidental. Venía viajando con tres amigos más, y fue en Colombia donde varios policías les quitaron el dinero al menos cuatro veces, según sus testimonios. Ellos también fueron presa de los traficantes. En Cali los bajaron del bus que los traía desde Ipiales, y los encerraron en un cuarto con al menos 30 haitianos.
Allí les pidieron a cada uno 120 dólares, aunque ya habían pagado su pasaje hasta Necoclí. Un haitiano le dijo a Agbanzo Ayite que era mejor dar el dinero porque esos hombres tenían armas. Los cuatro africanos intentaron rebelarse y pidieron que los dejaran ir. Sus captores dijeron que debían esperar al jefe, que era quien decidía. El líder de la banda apareció luego de varias horas, ordenó que los montaran en un carro y se los llevaran. Agbanzo Ayite pensó que los iban a matar. Al final los dejaron en una carretera. Cuando tomaron un taxi, muertos de pánico, supieron que estaban en Cali, una ciudad de la que jamás habían oído hablar.
Después vino una seguidilla de robos y extorsiones. Terminaron montados en un bus con varios haitianos rumbo a Necoclí. Una vez más, a medio camino, los dejaron botados en Medellín. Faltaban 280 kilómetros, casi nueve horas de camino en bus. Otro hombre les cobró 100 dólares más a cada uno para llevarlos por fin al destino. Agbanzo Ayite y sus amigos ya no creían en nadie, pero no tenían otra opción. Se subieron al vehículo, y tras una hora de trayecto, extenuados, se dieron cuenta de que pasaban por los mismos lugares. El hombre les estaba dando vueltas por Medellín.
—Todo era mentira —dijo Agbanzo Ayite con un dejo de frustración mezclado con risa, haciendo énfasis en el absurdo, mientras se tomaba una gaseosa en un bar frente a la playa de Necoclí. Eran las siete de la noche y en la calle se escuchaba la algarabía de los migrantes que hacían fila para embarcarse al día siguiente hacia Capurganá y luego a la selva.
Ese muelle se ha convertido en un pasaje comercial de tenderetes donde es posible adquirir carpas, botas de caucho, menjurjes para las picaduras de culebra, plásticos, forros para celulares y pasaportes. Los migrantes han dinamizado la economía de Necoclí. El pueblo, más que del turismo, vive ahora de las desgracias de emigrar a través de Colombia. En el pequeño mercado solo se reciben dólares.
Los vendedores no dicen que tras varios días de caminata en el Darién, los migrantes, asolados por el cansancio, deben tirar casi todas las prendas en el camino para aliviar el peso. A Panamá suelen llegar apenas con timbos de agua y lo que les queda de comida.
Algunos ‘coyotes’ van montados en mulas durante todo el trayecto, esperando a que los migrantes desfallezcan, como buitres al acecho de una presa. Cuando ven que alguien no da más, le ofrecen llevar los maletines por sumas que alcanzan los 100 dólares. Hace unos meses un migrante se detuvo en un montículo de la jungla, cerca a la frontera con Panamá, y tiró al vacío su maleta con todo lo que llevaba. Después se echó a llorar, tapándose el rostro con la camiseta empapada en sudor. El ‘coyote’ vio rodar por el barranco la plata que había esperado durante horas.
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Agbanzo Ayite y sus tres amigos finalmente lograron llegar a Necoclí a fines de julio pasado, tras sortear otro robo y pagar ‘vacuna’ a dos uniformados en el camino. Uno de los policías les pidió 100 dólares a cada uno. Víctor Korku Tengey, un amigo de Agbanzo nacido en Ghana, ya no tenía dinero y pensó que ahí acabaría su odisea. Entre los acompañantes hicieron ‘vaca’ para sacarlo del apuro. La última vez que los vi estaban a la espera de salir hacia Capurganá.
En ese lado de la costa la situación migratoria parece descontrolada. Capurganá es un paraíso natural con menos de 4.000 habitantes, afro en su mayoría. Es la puerta de entrada al Darién, pero también es una costa exuberante de aguas que destellan azules cerúleos y aguamarinas. A las 10:00 de la mañana arriban las lanchas con los turistas, y hacia el mediodía aparecen los migrantes. Los nativos les dicen ‘los negritos’. Es fácil reconocer a uno de ellos en Capurganá. Vienen con enormes morrales, gorros y medias de lana, chaquetas, cobijas. Siempre hay niños.
Apenas desembarcan, un grupo de jóvenes del pueblo los guía hacia afuera del muelle. Los forman en filas, como si se tratara de esclavos, y los conducen hacia un costado poco visible de la playa. Allí los esperan unos mototaxis que los llevan hacia las afueras, a un sitio llamado ‘el platanal’: un potrero que parece sostenido sobre una caldera hirviente. El calor a 32 grados es insoportable. Allí los migrantes esperan la orden de entrar a la selva.
¿Quiénes cobran por estas rutas? Los nativos de Capurganá se conocen. No es difícil averiguar cómo funciona el paso de los migrantes.
—Los explotan por todos lados. Les cobran 80 o 100 dólares a cada uno por traerlos hasta aquí. Con eso ya viene pago el transporte en mototaxi hasta ‘el platanal’. A veces incluye una noche de hotel, y la subida hasta cierto punto de la montaña. Hay días en que pasan por aquí entre 800 y 1.200 migrantes. Imagínese la plata que circula —dice un hombre del pueblo.
Este negocio opaco podría considerarse tráfico de migrantes, pero en Capurganá lo presentan como un servicio de guías. “Se muestran como guías, pero son ‘coyotes’. Y los migrantes son monedas de cambio”, dijo hace unos meses monseñor Hugo Alberto Torres, obispo de Apartadó, el municipio más poblado de la zona.
Todos en el pueblo saben que esa supuesta guía la prestan los miembros de un consejo comunitario afro llamado Cocomanorte, cuyo líder es Emigdio Pertuz, un hombre obeso, de cara ancha y piel tostada. Lo vi sentado a la salida de una cafetería, en pantaloneta y chanclas, con unas gafas oscuras de esquiador. Me acerqué gracias a la gestión de un hombre de la zona, pero Pertuz no aceptó preguntas.
—¿Usted responde por ellos? —le preguntó Pertuz al nativo, mientras nos señalaba a mí y al fotógrafo.
—Sí, yo respondo por ellos.
—Listo —dijo Pertuz, quien se dio vuelta y se fue.
Fin de la conversación.
Cocomanorte decide cuándo hay paso de migrantes. Recoge dinero de ellos todos los días y la plata ha comenzado a verse en el pueblo. La nueva flota de mototaxis dedicada al transporte de migrantes es uno de los síntomas de la bonanza.
—Hay dólares lo que usted quiera. Los niños aquí ya no quieren estudiar porque saben que si se van al monte a cargar maletas vuelven con 50 o 60 dólares. Esta gente (Cocomanorte) está ahora haciendo obras, como si fuera el Estado. Construyeron un baño para que en los hoteles no se molestaran. Aquí solo hay dos funcionarios de Migración Colombia —cuenta otra persona que vive allí hace años.
Los periodistas resultan incómodos para quienes controlan el paso de los migrantes. Mientras reporteábamos, varios jóvenes en el muelle nos tomaron fotos y videos mientras intentábamos entrevistar a los haitianos que bajaban de los botes. Algunas personas dijeron que todos los integrantes de la cadena temen a la Fiscalía, que en Capurganá prácticamente no existe.
—Pueden pensar que ustedes son de alguna autoridad, que están haciendo inteligencia —dijo un hombre.
En Capurganá nadie quiere meterse en líos. Todo se dice en susurros, en parte porque allí opera el Clan del Golfo, la organización criminal que más cocaína exporta desde las costas de Colombia. Su jefe, Dairo Antonio Úsuga, alias ‘Otoniel’, nació en Necoclí y su nombre allí se pronuncia entre dientes. Estados Unidos ofrece cinco millones de dólares por su cabeza. Y nada de lo que ocurre con los migrantes le es ajeno a esa organización.
Sin la venia del Clan del Golfo ningún haitiano podría pasar por Capurganá. Siempre y cuando no haya prensa ni autoridades. Durante la crisis migratoria de julio y septiembre, la presencia de periodistas y altos funcionarios del Estado volvió más tenso el ambiente. “No están dejando subir migrantes. Los van a dejar ahí hasta que se calme la marea”, dijo otro habitante.
***
En el centro de este caos están miles de personas que buscan una oportunidad. De este viaje, en el que pueden morir, depende tal vez su única opción de libertad. Agbanzo Ayite trabajaba sin descanso en un restaurante de Togo, y recibía un salario que apenas le alcanzaba para comer. No pudo terminar la universidad.
Siendo más joven, Agbanzo había intentado ganarse la vida en las playas de la ciudad de Lomé, la capital de su país, donde dibujaba a turistas por algunas monedas. El desespero lo llevó a considerar el viaje. Se inscribió en un grupo de danza folclórica y ensayó durante meses varias coreografías, para ganarse un cupo y poder irse de gira a Chile. Allá, sin hablar español, llegó solo a Temuco, donde trabajó de albañil de 6:30 de la mañana a 7:30 de la noche.
—Si eres extranjero y negro, la pasas mal. Lo más duro en Chile es que no te tratan bien. No te puedes integrar. En año y medio no conocí nada de la ciudad. Luego pude conseguir una guadañadora. Iba a las casas a cortar el césped. Pero en la pandemia nadie me contrataba, no querían que entrara a las casas —contó.
Agbanzo se sintió muy solo. Por eso se fue y terminó en Colombia con sus tres amigos. No ha vuelto a aparecer en su Whatsapp desde que lo vimos en Necoclí. Solo quedó su retrato, con la mirada de un hombre cansado que aún tenía bríos y humor para continuar el camino.
Pedro, el fotógrafo que me acompañaba, regresó a México y en el estado de Chiapas, al sur del país, se encontró con varios migrantes que venían de Necoclí. Entre ellos estaba Salomón Pierre, el haitiano que quería ir a Canadá en busca de conocimiento.
—Lo vi con la misma fe de siempre, pero un poquito desconcertado. Todos llegan a México y los están parando en el sur. Están muy desesperados —contó Pedro.
En Necoclí las cosas siguen igual, sin ninguna salida a la vista. De vez en cuando Migración Colombia y la Defensoría del Pueblo se reúnen en la frontera con sus colegas de Panamá, pero nada cambia. El tráfico de los migrantes seguirá mientras los países no faciliten pasos humanitarios que los salven de la selva. Los naufragios y las muertes allí tienen responsables: las redes que convierten en un negocio a miles de extranjeros sin documentos. Pero también son responsables los gobiernos.
Hay más de 84 millones de personas que en todo el mundo se han visto obligadas a huir de sus países, según Acnur. Y el planeta no puede seguir girando como si nada pasara. Un migrante no pierde sus derechos solo por cruzar una frontera. Eso pensé cuando en el muelle de Capurganá vi a una familia de haitianos que acababan de bajar de un bote, con esos rostros de fatiga y de incertidumbre. Llevaban a una bebé de tres meses en brazos. Le tenían puesta una pijama blanca con estampados de cerezas con caritas felices. Una recién nacida, de ojos inmensos y pelo ensortijado. No pude hablar mucho con su padre, Joscam Desrosiers, porque los ‘coyotes’ no lo permitieron. Apenas anoté sus nombres. Kaisha Anne, se llamaba la bebé. Al día siguiente ella, tan diminuta, tan quebradiza, habría de estar en la desmesura del Darién, esa jungla que avasalla y que grita.
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